Sala 2 · Tema 5
Bibliotecas religiosas y civiles
El universo de la cultura escrita en Nueva España tuvo un especial auge a raíz del establecimiento de la imprenta en la capital del virreinato. Autoridades civiles, religiosas, educativas y particulares adquirían, intercambiaban y comisionaban libros para su uso personal o de una comunidad. Estos textos se depositaban y resguardaban en bibliotecas privadas e institucionales en las que se difundía el conocimiento entre coetáneos y para generaciones venideras. Eso dio origen a una gran diversidad de bibliotecas distribuidas en dos grandes grupos: las privadas, de las cuales su dueño podría ser un civil o un religioso y eran de uso personal; y las institucionales, que podían pertenecer a una comunidad religiosa o a una institución educativa, como la Universidad. La temática de los títulos de estos recintos dependía de sus poseedores y lectores, ya que no tenía el mismo contenido la biblioteca de un jurista que la de un comerciante o un catedrático. El número de ejemplares también variaba entre los acervos: algunas que no sobrepasaban los 100 volúmenes y otras que resguardaban varios miles de títulos, como por ejemplo la del Colegio de San Pedro y San Pablo de la Compañía de Jesús o la de la Catedral de México.
Las bibliotecas del México virreinal han sufrido diversos embates que han favorecido la dispersión de sus ejemplares dentro y fuera de nuestro país, debido a guerras, saqueos y venta de ejemplares por parte de custodios, herederos y familiares. Sin embargo, existen diferentes testimonios y fuentes documentales de estos espacios que nos ayudan a entender las dinámicas internas, los rasgos y características de sus poseedores y los usuarios de esos materiales.
El fondo de origen de la Biblioteca Nacional de México, ubicada en Ciudad Universitaria, se compone de los fondos bibliográficos que fueron recogidos a las comunidades religiosas y de la Real y Pontificia Universidad de México después de la Ley de Desamortización de Bienes Eclesiásticos emitida por Benito Juárez en 1867.
Dentro de las constituciones religiosas de varias órdenes y corporaciones existía el cargo de bibliotecario, el cual estaba al frente del acervo bibliográfico de la congregación o grupo. Además, tanto en los institutos femeninos como en los de varones, había la encomienda de que un miembro de la comunidad leyera en voz alta en diversas ocasiones del día.
En diversos retratos de la época fue común observar la inclusión de libros. Por un lado, se aprecian algunos en los que los lomos no contienen información y el texto se utiliza como un objeto simbólico de erudición; por el otro, hay retratos donde se lee el título, autor y hasta el volumen de un ejemplar determinado. Dicha información visual permite conocer las obras que el personaje retratado poseía y que supuestamente leía, lo que otorga datos adicionales sobre su carácter intelectual, piedad y devoción, filiación política o línea filosófica, e inclusive su eventual participación en alguna sociedad o congregación.
Después de la labor desempeñada por Eguiara y Eguren, otros bibliógrafos como José Mariano Beristaín y Souza, Joaquín García Icazbalceta, Vicente de Paula Andrade, Nicolás León y el chileno Toribio Medina, registraron los impresos del periodo virreinal; gracias a sus estudios conocemos varios títulos y autores del pasado de los cuales, en algunos casos, no se conservan ejemplares físicos en la actualidad.
Para poder revisar o contrastar información de diversos libros al mismo tiempo, se utilizaban las ruedas de lectura o rueda de libros, que eran artefactos de madera que servían de atril y que, al girar una manivela, permitía al lector cambiar entre los varios títulos que estuviera consultando. Existe un mueble así en la Biblioteca Palafoxiana en Puebla.
Gran parte de la documentación de las bibliotecas mexicanas antiguas se conserva en forma de catálogos e inventarios que pueden orientarnos sobre el acomodo de sus libros o dimensiones, aunque contamos con pocos ejemplos de la época que nos permitan saber cómo dialogaban los libros con los usuarios. Además de esos documentos, tenemos algunos testimonios visuales de cómo lucía una biblioteca novohispana. Aquí apreciamos un aguafuerte del interior del Seminario Palafoxiano con algunos estudiantes, catedráticos, clérigos y civiles que portan libros.
Continuase el mapa de la biblioteca del Seminario Palafoxiano, Miguel Jerónimo de Zendejas, dibujante; José de Nava, grabador, 1773, aguafuerte, Biblioteca José María Lafragua.
La Biblioteca Palafoxiana, quizá una de las más conocidas a nivel internacional, debe su nombre al obispo Juan de Palafox y Mendoza, quien cedió su acervo personal, compuesto por cinco mil volúmenes, al Seminario de San Pedro, San Pablo y San Juan Evangelista en la ciudad de Puebla, en 1646. Una de las condiciones de su donación fue que el recinto fuera público, tanto para eclesiásticos como profesores, estudiantes y todo el que necesitara libros para aprender. En la actualidad cuenta con 45,059 impresos que datan del siglo xv al xx y 5,345 manuscritos.
Biblioteca Palafoxiana, 2013.
Inventarios y catálogos de libros a través del tiempo
En el periodo virreinal se realizaron diversos catálogos e inventarios de los libros de bibliotecas, fuesen privadas o del uso de una comunidad, pero la forma de registro de esos documentos era variable, pues no existía un único sistema de anotación. Los datos habituales eran el nombre del autor, título, formato, precio y número de tomos. En algunos registros, como en el de esta obra, se incluyó, además, la materia del libro y su ubicación en la estantería en la que estaba ubicado el ejemplar. Estos listados permiten saber qué libros circulaban en la época, los idiomas en los que se leían, las ediciones que prevalecían y la preferencia de ciertos temas. Estos índices son una evidencia de un patrimonio bibliográfico que, en muchas ocasiones, ya no existe.
Yndice de los libros existentes en la Bibliotheca dela Real Congregacion de el Oratorio de Nuestro Padre San Felipe Neri de Mexico, Manuel Bolea, 1794, Biblioteca Nacional de México.
Los bibliotecarios tenían la función de cuidar, organizar, conocer y transmitir el acervo bibliográfico que custodiaban. Eran varios los motivos por los cuales se solicitaba periódicamente la elaboración de inventarios o catálogos: detectar algún libro con contenido pernicioso, el cambio de un bibliotecario, la recepción de una donación, una mudanza, el cumplimiento de alguna observación generada por el Tribunal del Santo Oficio, el fallecimiento del propietario o por el simple hecho de tener un registro de los libros que había en una biblioteca y establecer su organización, así como las entradas y salidas de las obras. Este retrato pertenece al padre Manuel Bolea Sánchez de Tagle, autor del Yndice que presentamos previamente.
Retrato del padre Manuel Justo Bolea Sánchez de Tagle, José de Alzíbar, 1784, Museo Nacional del Arte.
A finales del siglo xvii y durante el xviii el panorama intelectual del virreinato novohispano tuvo un especial auge en manos de la sociedad letrada criolla, que buscó consolidarse y diferenciarse de la producción cultural del Viejo Continente. Los talleres tipográficos se diversificaron y difundieron, no sólo en la capital del virreinato, sino en otros conjuntos urbanos como Puebla, Veracruz y Guadalajara. Aunque continuó la importación de libros europeos, predominaba la cultura escrita virreinal, sobre todo la ligada a dos institutos: la Real Universidad de México y la Compañía de Jesús, ya que de sus filas egresaron catedráticos, pensadores y escritores de gran renombre. Uno de ellos fue Juan José de Eguiara y Eguren, reconocido bibliógrafo, orador, teólogo, profesor, consultor del arzobispo, capellán mayor y director de las monjas capuchinas, quien fue célebre por sus disertaciones y escritos, como por ejemplo la Bibliotheca Mexicana.
Juan José de Eguiara y Eguren, anónimo, siglo xviii, Museo Nacional del Virreinato.
En el año de 1735 se imprimen las 12 Epístolas del deán de la iglesia de Alicante, Manuel Martí, quien en una de sus cartas trataba de disuadir a un joven alumno de venir a México, por considerar que en estas tierras todo era ignorancia, que no había libros, bibliotecas ni pares intelectuales, pues sólo existía la barbarie, desdeñando la cultura letrada en Nueva España. Estas sentencias impulsaron a Juan José de Eguiara y Eguren a recuperar la producción bibliográfica histórica de México, desde el pasado indígena hasta su época. Con la intención de sistematizar la producción literaria y científica de México realizó el registro de escritores y su pensamiento, anotando los libros impresos y manuscritos. El primer tomo de Bibliotheca Mexicana escrito en latín, considerada una lengua culta, fue publicado en 1755, sin embargo, la obra quedó inconclusa por el fallecimiento del autor. Este proyecto de Eguiara es considerado uno de los pioneros dentro de la tradición bibliográfica de México.
Bibliotheca Mexicana, Juan José de Eguiara y Eguren, 1755, Biblioteca Nacional de México.
Facistol
Los tamaños de los libros suelen estar relacionados con su género literario y su uso; por ejemplo, los libros de coro eran de mayor dimensión en comparación con un devocionario, que era muy pequeño. Para sostener los formatos de libros mayores se desarrollaron muebles e instrumentos de lectura como el facistol, que era un gran atril. En el caso de los libros de coro, el facistol se ubicaba en medio de los coros de conventos y catedrales, donde se apoyaban libros de gran formato para que pudieran ser leídos por los presentes durante la liturgia.
Facistol, Catedral de México.
Lecturas de mujeres en el virreinato
Pese al auge de la imprenta mexicana, las tasas de alfabetización eran muy bajas durante el periodo virreinal, y aún más entre las mujeres. Tres fueron los factores que determinaron el perfil de esas lectoras: el contexto socioeconómico, su condición de mujer y la distinción racial, este último un rasgo significativo del caso novohispano. La tríada se convirtió en un elemento decisivo en la educación femenina. Por un lado, aquellas familias que gozaban de una posición privilegiada eran las que le daban importancia a la educación de sus hijas y tenían, además, los medios para solventarla; por el otro, dicha formación era cuidadosamente vigilada y controlada en función de su género (y casta), tanto en la esfera pública como privada, y sometida al discurso masculino. Es por ello que existen pocos ejemplos de la época virreinal donde las mujeres se vinculan con los libros o la lectura. En esta obra en particular, se representa a la Virgen María niña siendo instruida por santa Ana y san Joaquín, sus padres.
La educación de la Virgen, anónimo, siglo xix, Museo de El Carmen.
La práctica de la lectura se encontraba estrechamente vinculada al aprendizaje, la práctica y, sobre todo, la transmisión de los valores femeninos ideales (modestia, castidad y prudencia, entre otros), y el espacio idóneo para la propagación de las “las buenas costumbres” fueron los conventos y colegios. El tipo de textos que debían leer las mujeres fue una preocupación constante, aun así, tenemos constancia de lectoras que no sólo consumían las letras que “debían” sino que además procuraron hacer sus “escapadas literarias personales”. Esta pintura nos ubica en el contexto del convento de Santa Mónica de Puebla, donde una monja les enseña a las otras las constituciones que las rigen y las reglas que deben cumplir.
Monjas agustinas leyendo sus constituciones, anónimo, finales del siglo xviii, Museo de Santa Mónica, Puebla.
Durante la época virreinal la educación de las mujeres estaba suscrita al ámbito doméstico, ya que generalmente eran las madres quienes enseñaban a leer, escribir y contar a sus hijas, aunque había, además, maestras a domicilio. Las vidas de los santos, los devocionarios y libros piadosos eran los materiales apropiados para la instrucción de las niñas, y la lectura común para las mujeres de entonces. Las escuelas de catecismo y las escuelas de amigas estaban encabezadas por miembros del clero secular que brindaban conocimientos básicos de lectura, costura, tejido y bordado. Por el poco acceso a una educación especializada es que las representaciones de mujeres educando o leyendo se ciñen en su mayoría a los ámbitos familiares, como se aprecia en esta imagen impresa, en la cual santa Ana y su hija, la Virgen María, están atentas a las páginas de un libro.
Vida de la gloriosísima madre de la madre de Dios, y abuela de Jesuchristo señora santa Ana, Joseph Francisco Valdés, 1794, Herederos de Felipe de Zúñiga y Ontiveros, Biblioteca de la Universidad de las Américas Puebla.
La mayoría de las mujeres recibía una instrucción rudimentaria, basada en la religión y el buen comportamiento en el hogar. Aquellas que podían acceder a otros conocimientos pertenecían a estratos sociales acaudalados o se relacionaban con ellos. Juana de Asbaje, que todos conocemos mejor como sor Juana Inés de la Cruz tras tomar los hábitos de monja en el convento de San Jerónimo, es el ejemplo de una mujer que accedió a la educación. Nacida en una hacienda de San Miguel Nepantla, desde pequeña dio muestra de su capacidad y facilidad para el estudio. De niña aprendió a leer y también a hablar el náhuatl, por lo que fue enviada a la capital del virreinato para ser educada e integrarse a la corte del virrey Antonio Sebastián de Toledo, marqués de Mancera. Convencida de que no le interesaba el matrimonio, decidió hacer votos en el convento de San Jerónimo, donde le permitían estudiar, escribir y tener una biblioteca propia. Se dice que poseía cuatro mil libros, que al final de sus días vendió para dedicarse exclusivamente a las labores del convento. En este famoso retrato la vemos vestida como religiosa jerónima, con su biblioteca de fondo y con un libro sobre el cual posa sus dedos, reconociendo su quehacer intelectual y sus aportaciones a la cultura escrita de la época.
Sor Juana Inés de la Cruz, anónimo, siglo xviii, Museo Nacional de Historia, Castillo de Chapultepec.