Todo proceso exitoso de recuperación internacional de bienes culturales protegidos conforme a la legislación del lugar de origen (país requirente) conlleva la restitución o devolución de los mismos por parte de las autoridades de la nación en donde se encuentran (país requerido) tras su exportación ilícita del territorio del primero. Internacionalmente, se estima que los países deben adoptar las medidas razonables a su alcance para preservar y salvaguardar los bienes culturales protegidos en sus respectivos territorios contra excavaciones clandestinas, robos, exportaciones ilícitas y comercialización.
En virtud de tal deber, diversos países cuentan con normas que, legítimamente, les
confieren la propiedad de ciertos bienes culturales. Tratándose de objetos arqueológicos, el
marco legal aplicable puede aún conferir a un país su propiedad sin importar si éste tiene
conocimiento de su existencia o si previamente ha ejercido control físico de los mismos,
incluyendo así artefactos que han sido descubiertos de manera no controlada por la arqueología
—por ejemplo, accidentalmente o en excavaciones clandestinas— o cuando no han sido inventariados
de manera oficial.
Las normas domésticas concebidas para preservar y salvaguardar bienes culturales —especialmente
aquellas en virtud de las cuales un país es el propietario de ciertas categorías de éstos—
constituyen la primera línea de defensa en contra de su saqueo. Sin embargo, para que estas
normas cumplan con su propósito protector y contribuyan a facilitar devoluciones deben, por lo
menos y según resulte procedente, ser ponderadas por el país requerido al procesar solicitudes
de restitución. De este modo, la cooperación internacional destaca como uno de los medios más
eficaces para reforzar y hacer efectivo el marco legal en materia de bienes culturales
protegidos en sus respectivos países de origen. Concretamente, a nivel internacional, se espera
que cuando un país ha sido despojado de bienes culturales protegidos y pretenda recuperarlos,
las autoridades del país requerido —con ánimo constructivo y solidariamente— recurran y agoten
todos los recursos a su disposición tendientes a lograr tal fin.
En todo caso, debido a la naturaleza clandestina del saqueo de artefactos arqueológicos, los
países requeridos deberían tener en cuenta que para los requirentes que han sido despojados de
los mismos puede resultar materialmente imposible ofrecer datos concretos sobre su exportación
ilícita. Por lo tanto, los primeros deberían tratar, con todo rigor y en la medida de lo
posible, de facilitar la restitución de esas piezas, aun cuando los requirentes desconocen las
circunstancias de tiempo, lugar y modo en torno a los hechos en virtud de los cuales se vieron
privados de las mismas.
Cuando las gestiones tendentes a recuperar un bien cultural protegido resultan exitosas y las
autoridades del país requerido lo restituyen, por ejemplo, por conducto de la embajada del país
requirente en su territorio, corresponderá a este último coordinar —generalmente por su propia
cuenta— su repatriación observando medidas adecuadas para procurar su integridad durante el
traslado.
Una de las terribles e irreparables consecuencias del saqueo de objetos y monumentos
arqueológicos en nuestro país y a escala mundial no es sólo su extracción de las asociaciones
cultural-materiales de los yacimientos que se preservan y conservan hasta el presente sino que
los significados del pasado que esos contextos le brindan a aquellos vestigios, y que la
arqueología recupera sistemáticamente a partir de sus exploraciones para su interpretación, se
han perdido o destruido para siempre.
Éste es el caso de la Estela 3, de la que sólo se sabe que fue extraída del antiguo asentamiento
maya secundario de La Mar con una ocupación desde el 250 a.C. y que se extiende hasta el 800
d.C. Este sitio se localiza en la orilla poniente del arroyo Budsilhá, afluente del Usumacinta,
en Chiapas (cuyo cauce forma la actual frontera política internacional entre México y Guatemala),
y al oeste de las famosas ruinas del Cayo.
Debido a que dicha estela no fue descubierta o encontrada por ningún arqueólogo y tampoco
existen fotos o descripciones de ella en publicaciones o reportes de campo que se encuentran en
archivos de México y del extranjero, es muy probable que nunca se sepa si estuvo erigida en una
plaza, al pie de un basamento piramidal, frente a un templo, incorporada dentro de un palacio o
si formó parte de un conjunto escultórico mayor. Gracias a la lectura de los textos epigráficos
descubiertos en las ruinas de Piedras Negras localizadas en Guatemala sobre la orilla oriente
del Usumacinta, los especialistas David Stuart y Stephen Houston descifraron por primera vez que
el topónimo de las ruinas de La Mar (primera denominación otorgada por el explorador austriaco
Teobert Maler, quien las visitó a finales de mayo de 1897) traducido al español es “Piedra
Conejo”.
Fechada hacia el 795 d.C. y tallada sobre roca, la Estela 3 exhibe de pie a un personaje de alta
jerarquía política de nombre “Mo’ Chahk” (Guacamayo Dios de la Lluvia), que quizá fue aliado o
vasallo de la gran dinastía gobernante del reino y capital regional de la ya referida Piedras
Negras. A él se le representó en una de sus caras finamente vestido con un collar, ornamentos en
las orejas, brazaletes de jade y sandalias. El tocado que lleva es una cabeza de venado con
largas plumas de quetzal. Su mano derecha sostiene los cabellos de un cautivo, que es un señor
del reino de Pomona (hoy en Tabasco) llamado “Aj K’esem Took’”, quien despojado de su vestimenta
e insignias se le representó sentado sobre el suelo y mirando directamente al rostro de quien lo
somete. Habrá que esperar hasta el año de 1961 para tener por primera vez noticias de esta
estela, que salió de México y se encontraba en los Estados Unidos. En 1981 fue adquirida por un
particular que la prestó al Museo de Arte del Condado de Los Ángeles (lacma), en cuya galería
Arte de la América Antigua estuvo expuesta y gracias al trabajo de cooperación con ese país se
acordó que fuera devuelta al nuestro para exhibirse en esta exposición sobre la Grandeza de
México.
Debe ya considerarse inválida la antigua falacia de que “es mejor tener una obra de arte expuesta al público en un museo, aunque haya sido robada, que oculta bajo tierra o en la selva de su país de origen”. Cada nación tiene pleno derecho sobre su historia y su cultura, como lo tiene sobre sus recursos materiales. La herencia cultural de América indígena exige que se le conserve, proteja y rescate… (Daniel Schávelzon, 1978).