Sala 1

Historia de la defensa jurídica del patrimonio arqueológico

En las décadas que siguieron a la consumación de la Independencia de México, el gobierno inició diversas acciones y expidió algunos reglamentos y leyes para la conservación de las antigüedades, para así vigilar que no fueran sustraídas de sus yacimientos arqueológicos y, principalmente, para evitar su salida del territorio nacional, como sucede hasta la fecha.

El 18 de marzo de 1825, gracias a un ordenamiento emitido por Guadalupe Victoria, se dictó la creación de un Museo Nacional para que ahí se reunieran esos objetos prehispánicos. Un par de años después, el 16 de noviembre de 1827, en la Ley para las Aduanas Marítimas y de Fronteras, en su capítulo IV, artículo 41, se estableció que se prohibía bajo pena de decomiso la exportación de monumentos y antigüedades mexicanas. El Gobierno General promulgó en 1858 una ley para que todos los sitios arqueológicos que se encontraran en la República mexicana, así como los que se descubrieran, no se excavaran por persona alguna que no fuera autorizada por la Secretaría de Justicia, que se ocuparía de nombrar una comisión científica para la conservación de sus vestigios. Cuatro años después, el presidente Juárez encomendó a la Sociedad Mexicana de Geografía un proyecto de Ley de Monumentos Arqueológicos, en cuyo artículo 2 se destacaba que, para su conservación, éstos serían cuidadosamente vigilados por las autoridades políticas y judiciales dentro de sus respectivos territorios.

Dos años después, el emperador Maximiliano emitió un decreto para prohibir excavaciones, específicamente en las ruinas de Yucatán, y que a través de circulares se informara a las autoridades locales que cuidaran de las mismas. Esta medida respondió a la gran cantidad de exploradores extranjeros que estaban trabajando en la zona maya con el fin de sacar objetos prehispánicos del territorio mexicano. Ya en la República Restaurada circuló en 1868 una orden mandando que en todo el país tampoco fueran explorados los yacimientos por individuos particulares y únicamente tendrían permiso de hacerlo personas autorizadas por la ya referida Secretaría.

En los años siguientes, algunos arqueólogos norteamericanos y europeos obtuvieron la autorización de esa dependencia para ejecutar exploraciones y gracias a la firma de convenios entre las partes, se acordó que los materiales arqueológicos fueran repartidos entre el Museo Nacional y el investigador que los exhumó, quien después los llevaría fuera de México, razón por la cual hoy se encuentran dentro de las colecciones en museos de otras naciones.

Una de las más relevantes acciones del gobierno de Porfirio Díaz para la protección del patrimonio arqueológico fue la creación en 1885 de la Inspección y Conservación de Monumentos de la República, cuyo objetivo era atender su preservación, evitar excavaciones no autorizadas, su traslado y exportación. Pero aún más importante fue que en 1896 y 1897 se promulgaron las primeras leyes nacionales sobre los monumentos arqueológicos. En la de 1897, categóricamente se estableció que los vestigios prehispánicos son propiedad de la nación y nadie podrá explorarlos ni removerlos o restaurarlos sin autorización del Ejecutivo; su destrucción y deterioro constituye un delito que se paga con multa o arresto. Estas disposiciones legales de finales del siglo xix pueden ser consideradas la base para otros instrumentos sobre protección y conservación del patrimonio arqueológico durante la Revolución.

Las leyes promulgadas por los gobiernos posteriores, fechadas en 1930, 1934 y 1970, reafirmaron y extendieron la propiedad pública de los bienes precolombinos y, finalmente, la Ley Federal sobre Monumentos y Zonas Arqueológicos, Artísticos e Históricos de 6 de mayo de 1972 estableció que los monumentos arqueológicos son propiedad de la nación, “inalienables e imprescriptibles”. Con esta medida se intentó restringir que los bienes culturales salieran del país para formar parte de museos y colecciones en otras partes del mundo.

En los años setenta del siglo xix, en Yucatán hubo un enorme interés por el descubrimiento de yacimientos precolombinos en ese territorio y el estudio de las antigüedades mayas. También se generó una fuerte oposición por parte del gobierno estatal por la salida del país de esas piezas debido a la presencia de investigadores extranjeros que desde hacía décadas excavaban en las ruinas en búsqueda de monumentos para enviarlos a museos, instituciones y coleccionistas en Norteamérica y Europa, de los que recibían fondos para sus expediciones de investigación y en algunos casos para sus misiones de expolio arqueológico. Gracias a las acciones tomadas por un gobernador yucateco se evitó la exportación de la famosa escultura del Chac Mool de Chichén Itzá, que hoy se encuentra en la Sala Maya del Museo Nacional de Antropología del inah.

En 1875, August Le Plongeon y Alice Dixon Le Plongeon hicieron registros fotográficos, levantaron planos detallados, escribieron notas de campo y exploraron algunos restos de estructuras arquitectónicas, actualmente restauradas, que se localizan dentro del núcleo monumental de Chichén Itzá. Sus excavaciones, ejecutadas dentro del montículo que denominaron la Plataforma de las Águilas y de los Jaguares, descubrieron a siete metros de profundidad la famosa escultura antropomorfa esculpida en piedra que representa a un hombre parcialmente reclinado con las piernas recogidas en una posición anatómica imposible y que denominaron el Chac Mool o Rey Tigre. Su cabeza se encuentra vuelta hacia un lado y sostiene con las manos un recipiente apoyado en su vientre. Asociados a ella hallaron varios artefactos menores como un cuenco tallado en el pecho de una figura que contenía una navaja de pedernal, una cuenta de jade y material orgánico. Debajo del monolito se descubrieron 18 puntas de proyectil sobre pedernal, siete de ellas talladas en piedra verde, así como dos platos de barro y otro recipiente de cerámica.

Por su enorme belleza, y después de una complicada maniobra técnica, los Le Plongeon sustrajeron la estatua del montículo y la subieron sobre una carreta que la movilizó hasta la población de Piste, con la idea de transportarla hasta los Estados Unidos a la Exposición Internacional de Filadelfia. Más allá de ese poblado, se les presentó un mensajero que les informó que el gobernador de Yucatán, apoyado en la Ley sobre Antigüedades Mexicanas, reclamaba el Chac Mool como propiedad del estado. Al conocer esa decisión, los arqueólogos ocultaron la pieza entre los matorrales y se dirigieron a Mérida para aclarar el asunto; sin embargo, los funcionarios estatales en turno se negaron a ceder a su incautación a pesar de las razones ofrecidas y los gastos invertidos por la pareja en su descubrimiento y transporte fuera de las ruinas. La estatua abandonada fue rescatada por el director del museo del estado, que seguramente colaboró en urdir la orden oficial para ser confiscada y así exhibirla por primera vez en ese recinto. Durante su proceso de traslado al museo, el gobierno de México intervino reclamando el hallazgo y envió a Yucatán un buque de guerra para ayudar a llevarla a la capital con destino final al Museo Nacional. Así se frustró el deseo de los Le Plongeon por exportar el Chac Mool fuera del territorio mexicano para mostrarlo al más reconocido grupo de la ciencia, el arte y la exploración en el mundo que se iba a reunir en Filadelfia.

El Chac Mool

¿Permitiría el presidente “que el mayor descubrimiento que jamás se haya hecho en la arqueología americana permanezca perdido y desconocido para los hombres de ciencia, los artistas, los viajeros y los más selecto de las naciones que pronto se congregara en Filadelfia? ¡No! ¡No lo creo! ¡No quiero ni puedo creerlo!’’ (August Le Plongeon, 1877).

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