Criado por una madre devota, José Antonio Rojas estudió en el Colegio de Minería, una institución creada en el siglo xviii para fomentar el aprendizaje de ciencias y tecnología con la intención de mejorar la producción minera.
A comienzos del nuevo siglo, la Inquisición quiso escarmentar a algunos jóvenes que sostenían nuevas ideas, emanadas de autores contemporáneos y acompañadas de costumbres “libertinas” que preocupaban a la Iglesia, pues criticaban con desenvoltura todas las religiones y despreciaban los ritos eclesiásticos. Varios de ellos parecían ser ateos o materialistas.
Más allá de estos sujetos, la Inquisición en esta etapa se caracterizó por su actividad en el terreno político. Desde finales del siglo anterior, el Tribunal consideraba que los ataques a la Iglesia y a la monarquía, como los ocurridos durante la Revolución francesa, ponían en peligro la religión y era su deber reprimirlos. Pero a partir de la invasión napoleónica y, sobre todo, a partir de la insurrección de 1810, la Inquisición entraría de lleno en el juego político.
Ávido lector, autodidacta y rebelde, Rojas leyó textos latinos y se fascinó con la lectura de Epicuro. Compartía sus dudas con sus amantes y realizaba travesuras en las iglesias. Procesado como ateo y materialista, fue obligado a abjurar, con insignias de hereje formal, en un auto de fe celebrado en el propio Tribunal en 1804.
Pasada la humillación, Rojas logró vengarse. Huyó del destierro al que había sido condenado y se embarcó a Nueva Orleans. Con ayuda de un diputado de los Estados Unidos difundió un impreso contra la Inquisición en el que relataba su propio proceso y exhibía la hipocresía del Tribunal y de la sociedad que lo había juzgado. Sin reservas, expuso a su madre y demás testigos que lo delataron.
Al estallar la insurrección de 1810, la Inquisición quiso seguir una causa contra Miguel Hidalgo, acusándolo de ser un hereje formal. Al frente del ejército insurgente, el cura revolucionario se defendió por medio de proclamas, y numerosos libelos criticaron a la Inquisición por su intención política. Capturado Hidalgo, el gobierno impidió que el Tribunal actuara.
Después de dos años de supresión (1813-1814) la Inquisición fue restablecida y tuvo la oportunidad de que se le pidieran sus cárceles para custodiar al líder insurgente José María Morelos, recién capturado. De manera arbitraria, la Inquisición aprovechó la ocasión para hacer un proceso en su contra en menos de una semana. Se le acusó de seguir la “herejía” de su maestro Hidalgo y de celebrar misa en medio de las batallas. Con argumentos falaces, se hizo pasar su actividad revolucionaria como disidencia religiosa. Al final, resolvió sentenciarlo como “sospechoso de herejía”. Terminada la lectura de la sentencia inquisitorial y en la misma audiencia de la Inquisición, el arzobispo de México (un ex inquisidor) degradó a Morelos de su investidura sacerdotal, lo que permitió que el gobierno lo juzgara a su vez, condenándolo a ser fusilado.
Manuel Farfán era un asiduo lector de autores prohibidos como Voltaire y Rousseau. Era estudiante de derecho en el Colegio de San Ildefonso de México, cuando fue denunciado por su tía Gertrudis, quien en una tertulia le había escuchado decir que: “el papa debía aprobar la poligamia, pues era cosa dura que un hombre no había de tener más que una mujer”. Además, Manuel Farfán había requerido los amores de su prima.
En una carta le proponía que se fugaran juntos y que para casarse no necesitaban de un cura. Le aseguraba que no podía estar sin ella e intentaba tranquilizarla diciéndole que “los desórdenes hechos por esta falta de libertad no eran pecados”; que todas las religiones pregonaban falsamente ser la suya, la única verdadera y que esto era un “embuste”, que los hombres creían ciegamente por miedo y porque “desde chiquitos les habían dicho que eso era verdad”. La Inquisición concluyó que Farfán era un auténtico “filósofo libertino”. Su caso finalizó, de forma precipitada, con una abjuración secreta, unos días antes de que el Tribunal fuese clausurado para siempre.