Por medio de edictos particulares, la Inquisición prohibía impresos que se consideraban contrarios a la religión católica (generalmente realizados fuera de España), así como libelos injuriosos. En 1768 el Consejo obligó al Tribunal de México a prohibir escritos que criticaban al gobierno por haber expulsado a los jesuitas de todos sus reinos.
Las tensiones entre la Corona y la Inquisición llegaron a su punto más crítico a mediados del siglo xviii. Una nueva generación de políticos quería hacer cambios profundos en la monarquía española y entre ellos buscaba afianzar el control del rey sobre la Iglesia, incluyendo sus rentas y bienes.
La expulsión de los jesuitas en 1767 marcó un parteaguas. La Corona se impuso sobre la Iglesia, y la Inquisición, que hasta entonces defendía su autonomía, fue obligada a no cuestionar a la Corona.
Las estampas de San Josafat, que explícitamente defendían a los jesuitas de sus “enemigos”, fueron denunciadas y prohibidas por la Inquisición.
La segunda mitad del siglo fue contradictoria. La Inquisición moderó su actividad para no entorpecer al gobierno, pero, a la vez, los inquisidores deseaban juzgar a lectores de obras francesas y críticos de la Iglesia, a los que llamaban “espíritus fuertes” o libertinos.
La Inquisición estaba empeñada en demostrar a la Corona que el abuso de esas lecturas y opiniones acarrearía problemas tanto a la religión como al Estado.
Presionada por la Corona, la Inquisición prohibió por edicto los escritos y opiniones críticas contra la expulsión de los jesuitas, sobre todo unos libelos o panfletos manuscritos que injuriaban a los obispos. Uno de los pocos procesos inquisitoriales relacionados con la expulsión de los jesuitas fue el de Pedro José Velarde, un viejo coplero que durante décadas había escrito versos que vendía públicamente en el Baratillo o Parián, es decir, en el mercado de la Plaza Mayor de la Ciudad de México.
El delito principal de Velarde había sido escribir un poema que atribuía al Demonio el plan para expulsar a los sacerdotes ignacianos. Él argumentó que sólo escribía para vivir y por encargo, y presentó en su defensa otros versos sobre temas de la vida cotidiana. Pero la Inquisición le siguió un proceso formal y sentenció a Velarde a servir en un hospital con prohibición de volver a escribir. El condenado, sin embargo, escaparía del hospital y vagaría durante muchos años más, quizás escribiendo otros versos que hoy consideramos anónimos...
El médico francés Esteban Morel radicó durante más de 20 años en la capital de la Nueva España sin aparentes problemas. Tenía fama de sabio ilustrado y polémico; había introducido la vacuna contra la viruela, escribía artículos científicos y tecnológicos en la gaceta y acudían a él los personajes más importantes del virreinato. Su presencia causaba respeto y admiración, pero también envidias y murmuraciones. Algunas opiniones y muchos comentarios imprudentes lo hicieron sospechoso a los ojos de una sociedad católica e intolerante. Hubo quien lo acusó de negar el Génesis y de sostener una explicación materialista sobre el cosmos. Otros dijeron que era ateo y lector de obras prohibidas. Para colmo, se descubrió que había estado casado muchos años atrás en Venezuela y que su esposa lo había denunciado a la Inquisición de Cartagena. En tiempos de la Revolución francesa, la Inquisición atrajo su causa y le formó una larga acusación que el médico no resistió. Abrumado por los cargos, entre ellos los de ser partidario de las ideas revolucionarias, se quitó la vida cortándose el cuello en las cárceles inquisitoriales en 1795. Su largo proceso se ha perdido, pero se conserva una detallada relación del mismo.
Luisa de Dufresi, una modista francesa radicada en la Ciudad de México, fue denunciada a la Inquisición por las costureras que trabajaron en su “cajón de modista”, ubicado en la calle de Plateros, debido a su comportamiento ilícito con hombres de la ciudad y a las proposiciones contra la religión católica que enunciaba con frecuencia. Con su detención y posterior encarcelamiento, llegaron las audiencias sobre su vida, en las que dio testimonio de una historia fascinante, marcada por los constantes viajes por el Atlántico, acompañada únicamente por sus hijos, después del abandono de su esposo. Más que un problema, esta condición dio a Luisa la libertad para desenvolverse en contextos distintos al francés y crear nuevos vínculos con personas distinguidas como el virrey Bernardo de Gálvez y su esposa Felícitas. Éstos, y otros más, favorecieron su salida del Tribunal dos años después, al ser absuelta de las acusaciones que dieron origen a su proceso.
El miedo a la Revolución francesa llevó a las autoridades de la Nueva España a investigar una presunta conspiración en la que se supuso la participación de varios franceses. Las indagatorias involucraron a la Inquisición, que ordenó el arresto de Juan Lausel, el cocinero francés del virrey saliente, el segundo conde de Revillagigedo.
Lausel tenía 40 años, era originario de Montpellier y había ingresado en el territorio con el séquito del virrey. Ante los inquisidores aceptó haber asistido a reuniones donde se hablaba de noticias francesas, señaló a otros concurrentes y repitió lo que en ellas se decía. La Inquisición hizo énfasis en las “malas costumbres, vida relajada, desenfreno en la lujuria” del cocinero; censuró las aseveraciones que hacía respecto a la religión católica, como decir: “que la confesión sacramental es una collonería”, y desaprobó su conducta religiosa, pues, además de que “no cumplía con los preceptos de la Iglesia”, decía formar parte de la secta de los “francmasones”. El domingo 9 de agosto de 1795 Juan Lausel fue presentado con insignias de blasfemo heretical y francmasón en un auto de fe en la iglesia de Santo Domingo.
Originario de Sayula, Juan Antonio Montenegro comenzó sus estudios en Guadalajara y los continuó en la Ciudad de México, en el Colegio de San Ildefonso, hasta doctorarse en teología. Con el apoyo de su padre, el joven eclesiástico se convirtió en canónigo de la catedral de Guadalajara y disfrutaba de su éxito cuando fue arrestado por la Inquisición.
Montenegro tuvo algunos deslices amorosos en su juventud y había leído libros prohibidos, pero nada de eso justificaba una causa de fe. Sin embargo, la Inquisición tenía información sobre una reunión de estudiantes en 1793 en la que habían hablado sobre una conspiración revolucionaria para independizar a la Nueva España y establecer una República. Montenegro fue el principal defensor del proyecto y había dado razones para justificar la separación de España. Montenegro no recibió una sentencia grave, pero el proceso bastó para amedrentarlo y obligarlo a guardar mayor prudencia en sus conversaciones. La intervención de la Inquisición evitó que a Montenegro se le fincaran cargos de Estado, pero dio al Tribunal la oportunidad de participar en los asuntos políticos del momento.