Las habilidades del niño Diego de Maqueda despertaron admiración. Había viajado de Cádiz a la Nueva España como grumete en un barco y en menos de un año su fama recorrió Veracruz, Puebla y la Ciudad de México. Treinta testigos afirmaron que el joven adivinaba hurtos, descubría minas y pozos, podía caminar sobre barras de hierro ardientes y entrar en hornos calientes, pero, sobre todo, tenía fama de “zahorí”, pues predecía el futuro, y de “saludador”, porque curaba con el aliento. De manera sorpresiva se presentó a la Inquisición pidiendo autorización para ejercer sus artes en la capital, pero sospecharon de él y lo encerraron en sus cárceles. Con sólo 12 años Diego enfrentó un proceso en el que el promotor fiscal lo acusó de superstición y de tener pacto con el Demonio.
Debido a su minoría de edad se le nombró un procurador y se le condenó únicamente a servir en un hospital, del que no tardaría en escapar. Después de un segundo proceso, Diego fue condenado a servir cuatro años en Filipinas. Su rastro se pierde entonces.