No era habitual que un esclavo tuviera la piel blanca, el cabello rubio y los ojos azules. Pero Domingo de la Cruz, hijo de esclava, tenía esos rasgos particulares, heredados del padre desconocido (algún amo, quizás) y supo servirse de ellos para evadir su condición y falsear su identidad. Con otros nombres se embarcó como soldado, ejerció diferentes oficios y se casó, sucesivamente, con tres mujeres españolas, que le proporcionaron respectivas dotes y a las que luego abandonó.
Su primer matrimonio tuvo lugar en La Habana, el segundo en Puebla (de donde era originario), el tercero en Guatemala. Temeroso de ser delatado, él mismo se denunció a la Inquisición buscando misericordia. Su primer proceso fue relativamente sencillo, pero Domingo no cumplió con la obligación que se le impuso de vivir en la Ciudad de México como sirviente, y prefirió escapar y volver a la aventura. Todavía logró casarse una cuarta vez en Guadalajara, donde puso una tienda y llegó a tener sirvientes y mulas para cargar mercancía. Su atrevimiento lo llevaría una vez más ante la Inquisición que lo trataría, esta vez, con mayor rigor.