Presentamos aquí tres casos muy distintos: el primero es el de una mujer muy joven, acusada de judaísmo, perteneciente a la familia Carvajal. El segundo es el de una denuncia por bigamia, y el tercero, es el caso raro de una monja que se denunció a sí misma y sobre la que se formó también un proceso por la gravedad de sus blasfemias y dudas religiosas.
Los procesos inquisitoriales han servido para documentar algunos aspectos de la vida cotidiana de las mujeres. Aun siendo “casos excepcionales”, las mujeres denunciadas tenían vidas más comunes de lo que podría pensarse y en su cotidianidad se relacionaban con otras mujeres, amigas, parientes, vecinas, correligionarias y muchas veces sus propias denunciantes.
Mariana recibió desde niña una educación contradictoria. Fue instruida por su madre y hermanos en los principios de un judaísmo soterrado y doméstico, pero asistía a la Iglesia e intentaba cumplir con las obligaciones de católicos.
Llegó a Nueva España siendo muy pequeña y fue encerrada en las cárceles de la Inquisición cuando tenía 17 años. Sometida a fuertes presiones, reconoció haber realizado prácticas de judaísmo, denunció a numerosos miembros de su familia y dio vehementes señas de arrepentimiento. En atención a ello fue declarada hereje, pero reconciliada junto con su madre y hermanas en el auto de fe celebrado en 1590.
Para su desgracia, nuevas sospechas e indicios conducirían a su familia a una segunda serie de procesos, que terminaría con tormentos y ejecuciones en 1596. Después de saber que su madre y hermanos habían perecido en la hoguera, Mariana sufrió un trauma terrible que la llevó a perder la razón. Pero sus arrebatos de locura no evitaron que el Tribunal formara un segundo proceso en su contra.
Sentenciada a relajación, fue presentada con insignias de hereje formal en el gran auto de 1601, probablemente el más grande en la historia del Tribunal de México y en el que se hizo un despliegue de poder y fastuosidad. La Inquisición quiso presentar el caso de Mariana como una victoria de la fe, pues la joven se arrepintió de sus culpas, abjuró el judaísmo y murió con resignación, pero ello no disminuyó la severidad de su terrible castigo.
En el propio auto de fe fue condenada a “relajación” y entregada a las autoridades reales. En consecuencia, fue estrangulada y su cuerpo fue quemado públicamente como símbolo de combate a la herejía y unidad de la fe.
Los expedientes de bigamia suelen contener historias personales repletas de engaños y mentiras: mecanismos empleados para sortear las reglas rígidas de la sociedad y de la Iglesia regida por el Concilio de Trento.
El caso de Beatriz Ruiz es un buen ejemplo. Nació en Sevilla donde estuvo casada varios años, pero al enviudar (según decía) se trasladó a Nueva España y estableció una posada en Veracruz. En cierto momento quiso regresar a España, pero su barco tuvo un percance y terminó viviendo en la isla de Santo Domingo. Ahí conoció a Alonso de León (o Alonso Peña), con quien se “amancebó” (vivió con él sin casarse) durante un tiempo. Presionados por la Iglesia y por sus vecinos, fingieron que contraían matrimonio y viajaron como esposos a Nueva España. Descubierta la mentira, el provisor de México los obligó a casarse formalmente.
El verdadero problema ocurrió después, cuando a la Inquisición llegaron noticias de que ambos se habían casado estando sus cónyuges legítimos vivos. Alonso de León culpó a Beatriz de comprar testigos que declararon que era viuda y que la esposa de él había muerto. Ella, por su parte, aseguró siempre que era viuda desde hacía muchos años y que León aseguraba lo mismo, así que había creído en la validez de los testimonios. ¿Quién engañaba a quién
Si bien las monjas fueron consideradas modelos de conducta y ejemplo de virtudes cristianas, no estuvieron exentas de cometer delitos relacionados con la fe. Aunque son pocos, existen casos de religiosas que fueron denunciadas, investigadas y procesadas por la Inquisición por herejía, falsas revelaciones o blasfemias, como ocurrió con sor María de la Natividad, una religiosa del convento de Regina Coeli de la ciudad de México.
En 1598, su confesor le ordenó autodenunciarse ante el Santo Oficio porque en confesión se culpó de haber dicho blasfemias como que “María no era virgen” o que “en la hostia no estaba el cuerpo de Cristo”; además de que pisó algunas cruces e hizo pedazos un Cristo y lo tiró al caño. En 1601, después de otra autodenuncia, se inició un proceso en su contra, convirtiéndose en una de las cuatro causas seguidas contra monjas que se conocen hasta ahora. Si bien los testigos insistieron en que estaba “enferma de melancolía”, considerada una enfermedad mental caracterizada por una profunda tristeza que podía ser pasajera, los inquisidores ordenaron llevarla a las cárceles secretas y seguirle proceso. Al final de éste, abjuró sus errores en la sala de audiencia, vestida con un hábito penitencial. Después de ser absuelta, fue enviada de regreso a su monasterio.