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A 50 años: se trataba de geopolítica para América Latina. Nada justificó la brutalidad
A 50 años: se trataba de geopolítica para América Latina. Nada justificó la brutalidad
Juan Eduardo Esquivel Larrondo*
Doctor en Pedagogía por la Universidad Nacional Autónoma de México

Las dictaduras del Cono Sur en las décadas de 1970 y 1980 tuvieron un marco común. Nada justificó la brutalidad. El golpe de Estado en Chile, el 11 de septiembre de 1973, fue demoledor y ruin, como también ocurrió en las naciones vecinas. Inició el aplastamiento y la dispersión de la sociedad chilena para ajustarla a las condiciones de la Guerra Fría. Modificó todo: lo histórico, lo político, lo humano. El exilio en diversos países fue una de las opciones humanitarias obligadas para miles de chilenos y chilenas.

El pretexto golpista y de los complacientes con la dictadura de Augusto Pinochet fue detener el avance de la Unidad Popular (up) usando como instrumento el miedo al fantasma del comunismo. La cadena de El Mercurio, el cuarto poder, mintió e intensificó la contrapropaganda según avanzaba la conspiración contra el gobierno del presidente Salvador Allende Gossens (1908-1973). Sin embargo, millones de habitantes ignoraban y aún ignoran las verdaderas razones de la mal llamada “intervención militar”.

Mientras las políticas de Richard Nixon y su todopoderoso canciller, Henry Kissinger, se encaminaban a distender las relaciones con la URSS y China, en América Latina lo hacían para eliminar a las fuerzas políticas emergentes y proteger los intereses económicos de los Estados Unidos. La Casa Blanca patrocinó los golpes de Estado en el Cono Sur formando fuerzas especiales y de contrainsurgencia en la Escuela de las Américas, y respaldando el Plan u Operación Cóndor, una plataforma para coordinar la represión política en Argentina, Bolivia, Chile, Paraguay y Uruguay.

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Por otra parte, el gobierno estadunidense en turno se propuso recuperar en Chile los intereses del gran capital extractivo y monoexportador, principalmente del cobre, que se vio afectado por las medidas proteccionistas nacionales. Primero, el presidente demócrata cristiano Eduardo Frei Montalva (1964-1970) había “chilenizado” el cobre, constituyendo empresas mixtas (estatales con 51% de participación y privadas, con 49%). Luego, el presidente Salvador Allende, para quien este recurso significaba el sueldo de Chile, dio dos pasos adelante: uno, nacionalizó la gran minería del cobre; y dos, decidió no indemnizar a la Kennecott Copper Corporation ni a la Anaconda Company, las mayores propietarias y explotadoras de ese mineral, por haber obtenido rentabilidades excesivas sin compensación al país.

La derecha chilena, temerosa del movimiento popular, se hizo eco de los intereses geopolíticos y económicos de los Estados Unidos; se coludió con la Casa Blanca;1 ahí está por ejemplo el caso de Agustín Edwards, propietario de El Mercurio e informante de la Agencia Central de Inteligencia (cia, por sus siglas en inglés) (confirmado por Richard Helms, entonces su director, que días después de la elección de Allende dio los nombres de Sergio Onofre Jarpa y Francisco Bulnes como otros posibles colaboradores); ignoró los atentados de dicha agencia y la ultraderecha a personeros de la up en el territorio nacional y fuera del país, como el general Carlos Prats en Buenos Aires (noviembre de 1974), y de Orlando Letelier, embajador de Chile en Washington, en esa misma ciudad (septiembre de 1976); toleró la intromisión de la itt (International Telephone and Telegraph Company) y de la Embajada de los Estados Unidos para la desestabilización del gobierno;2 alentó el golpe de Estado y, luego, lo celebró.

Chile fue y sigue siendo un país conservador, no exento de conspiraciones, complots, conatos, motines de guerra, sublevaciones y golpes de Estado. Sin embargo, durante muchos años, sus habitantes se miraron en el espejo de otra manera, hasta que la falsa autoimagen quedó en evidencia. El presidente Salvador Allende sostenía dos tesis, entre otras, que mueven al aprendizaje histórico: la principal, la vía chilena (democrática) hacia el socialismo, utopía de la up; y la segunda, la institucionalidad de las Fuerzas Armadas (ff.aa.), de las que él era el generalísimo. De alguna manera, estas tesis consideradas por él y la up fortalezas políticas devinieron debilidades en el mismo plano.


La primera, por pensar que la up tenía las herramientas para confrontar las relaciones internacionales con Kissinger en América Latina; y la segunda, por confiar en las ff.aa. como garantes del Estado. El ministro de la Defensa, general de Ejército, Carlos Prats, en el momento en el que la amenaza fue detectada, aconsejó al presidente destituir a los altos mandos del contubernio. No tuvo éxito. Por el contrario, Allende, un mes antes del golpe de Estado, nombró a Augusto Pinochet general en jefe del Ejército. La designación se transformó en el peor castigo a la izquierda que se había dado a la tarea, sin condiciones, de construir un país democrático, al mismo tiempo que crear al hombre (ser humano) nuevo. Ése era el reto.

La mano de Richard Nixon y Henry Kissinger en el derrocamiento de Allende está documentada. Fue un plan desde antes del triunfo popular, ejecutado con la colaboración de la oligarquía y las ff.aa. y el servicio de Carabineros (la policía militarizada) de Chile. Dos años después del golpe de Estado, Pinochet –que sabía de mando, nada de gobierno– tuvo noticias de la naciente teoría económica neoclásica, mejor conocida como neoliberalismo o liberalismo salvaje, pilar de la sociedad del “emprendimiento”.

Milton Friedman, profesor de la Universidad de Chicago, uno de los continuadores del liberalismo clásico, partidario del monetarismo y el libre mercado, fue invitado a Chile en 1975 por la Fundación de Estudios Económicos, dependiente del Banco Hipotecario (bhc), y “eventualmente” se entrevistó con Pinochet, hecho que sacó ámpulas en los Estados Unidos y recibió críticas importantes de la prensa. El ciclo de conferencias dictado en la Universidad Católica de Valparaíso se extendió en forma abierta a la Universidad Católica de Chile y a la Universidad de Chile. La idea que la economía avanza por la intensificación del consumo, no por la productividad, la habían planteado economistas del siglo xix, entre ellos, Carl A. Marshall (UK), William Stanley (UK), Carl Menger (Austria) y Léon Walras (Suiza), pero no habían llegado a comprobarla por falta de condiciones favorables. Tres de las tesis eje de Friedman eran las siguientes:

1) El papel del Estado de bienestar destruye a una sociedad libre;

2) La condición económica es necesaria para la política; y

3) El problema económico de Chile es el déficit fiscal.

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Dichas tesis convenían a la dictadura como un traje hecho a la medida donde poner a prueba los postulados neoliberales en su economía. Deseos cumplidos. Chile se transformó entonces en un campo experimental y la teoría neoclásica, en su doctrina. Pinochet pudo articular de esta manera la política con la economía como criba de la vida social. Los discípulos chilenos de Friedman de las universidades baluarte del país, apodados los “Chicago Boys”, se encargaron de implementar el modelo a costa de proclamar la prevalencia de la propiedad privada y la libertad irrestricta de los negocios; no todos se incorporaron a ese gobierno.

El dictador más tarde reunió a un grupo de sus notables en un cónclave, liderado por el ultraconservador Jaime Guzmán, para redactar a puertas cerradas la Constitución Política de 1980, porque la de 1933 había sido destruida por él. Así, el pueblo chileno, el constituyente natural, quien debió proponerla, debatirla y votarla, quedó legal pero ilegítimamente fuera de la democracia y la defensa de sus derechos inalienables.

LA UNIDAD POPULAR


Cuando Salvador Allende fue elegido presidente de la República, una periodista le preguntó (mutatis mutandis): “¿Qué ha aprendido usted en esta campaña?” “Mire –respondió–, yo vengo preparándome para esto desde hace 24 años, ¿qué puedo haber aprendido ahora?” En efecto, Allende, médico cirujano, logró la presidencia en su cuarta campaña como candidato socialista; antes había sido diputado, senador y, muy joven, ministro de Salubridad. Allende tuvo también el apoyo crítico de la izquierda no agrupadas en la up y fracciones o tendencias de partidos de la coalición, que no compartían la tesis de la vía pacífica, pero, aunque ofrecieron resistencia, no tuvieron oportunidad ante la contundencia de las fuerzas militares.  

La solidaridad social fue el valor primordial de la up. El proceso duró mil días de intensa participación política de los partidos, movimientos, sindicatos, agrupaciones campesinas, agrupaciones de pescadores, federaciones de estudiantes, asociaciones profesionales, instituciones y empresas del Estado, cordones industriales, colectivos de artistas y artesanos, juntas de vecinos, en fin, que estaban por el socialismo. Durante tres años cerraron filas en torno a las 40 medidas básicas (40 MB) del Programa de la up y fueron más allá, la iniciativa popular creó espacios y formas para alcanzar los objetivos. El ambiente del país –según declara un profesor visitante mexicano– “era de increíble optimismo y politización” en medio de una agitación continua por la derecha y la cia, atentados a demócratas, sabotajes a líneas de alta tensión, acaparamiento de productos de primera necesidad, allanamientos por las ff.aa. a las industrias intervenidas como parte de las 40 MB, y a otros lugares y domicilios de militantes, simpatizantes de izquierda e incluso independientes. 

La beligerancia opositora se había iniciado en 1970, con hechos como el asesinato del general René Schneider en una emboscada tendida por dos oficiales de su mismo rango, Roberto Viaux y Camilo Valenzuela, y un comando del ultraderechista Frente Nacionalista Patria y Libertad, con el fin de concitar la intervención de las ff.aa. y de esta manera evitar que Allende llegase a la presidencia. La saña alcanzó durante la up al capitán de navío Arturo Araya Peeters, edecán del presidente, y a raíz del golpe de Estado, a oficiales leales como el general Bachelet, padre de la doctora Michelle Bachelet Jeria, quien después fuera dos veces la presidenta de Chile (2006-2010 y 2014-2018) y Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos.

Ocurrido el shock, la unidad del pueblo no fue quebrada a culatazos como las manos de Víctor Jara; se deshizo por el control social y la represión por la dictadura en el país y en coordinación con los países vecinos del Cono Sur. Fue una derrota, un proyecto inacabado, cual escalera al cielo… A 50 años de distancia se constata que el proceso represivo borró la memoria histórica y las nuevas generaciones nada o muy poco saben de lo sucedido. Es como si Chile hubiese nacido con la muerte de la democracia en 1973; el periodo posterior cuenta con testimonios y vestigios, pero ha recuperado muy poco de la realidad negada o la que yace en penumbra.



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EL EXILIO

La dictadura fracturó dentro del país la unidad y la dignidad social; frustró la entereza para vivir en comunidad; transformó al chileno medio en individualista y pragmático, egoísta e indiferente a lo que no tenga un precio; le infundió el sentimiento de la simulación antes que la confianza en lo legítimo; le impuso el miedo a la mano dura y el estigma de las ideas críticas; y permitió la corrupción para provecho de unos pocos sectores. El exilio no vivió esa mutación social, pero sufrió un quiebre colectivo con otras características. Para comenzar por la dimensión moral, las pérdidas humanas, la dispersión de los individuos y las familias, el rompimiento de muchas de éstas, el desarraigo, el enfriamiento de la utopía, la confusión del transterrado y la incertidumbre están –quizás– entre las más destacables.

Para continuar con las necesidades materiales, la mayoría que debió abandonar el país por la fuerza vio truncado su plan de vida y requirió hacer un gran esfuerzo para recuperarse o tratar de reinsertarse en un país distinto, y muchos de ellos no volvieron a reencontrarse con sus padres, hermanos o parientes; otros encontraron oportunidades semejantes a las vividas en el país de origen, o también distintas, para rehacerse y lo hicieron bien; y otros más lograron lo que quizás no hubiesen conseguido en Chile. En ciertos casos, años después, recuperaron posesiones personales o familiares, o partes significativas de ellas, para asentarse en México.

Pero lo que ocurrió a los exiliados no fueron sólo el quiebre y la pérdida, la represión y la dispersión, sino también conocer la inmensa solidaridad humana cuando más la necesitaba: cálidas recepciones en tierras ajenas, generosas entregas, acompañamientos, enseñanzas y oportunidades para rehacerse, enseñanzas que se aprenden como un principio universal e inalienable, sin esperar nada a cambio, porque ponen en valor la vida propia y la del otro. La emoción y la alegría se comparten como el pan, contagian.

Gracias a la solidaridad internacional, como la del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (acnur) y la Secretaría América de Solidaridad con Chile, sólo por mencionar un par de organizaciones; del pueblo y el gobierno de México, primero, del inolvidable embajador de México en Santiago, el ingeniero Gonzalo Martínez Corbalá, y la “novia” del exilio chileno, Bertha (Chiqui) Zuno, hermana de la señora María Esther, esposa del presidente Luis Echeverría Álvarez, quien dio respuesta en los hechos al presidente Salvador Allende cuando éste le externó que seguidores suyos probablemente iban a necesitar ayuda; la solidaridad de instituciones como la Casa de Chile en México (1974-1993), patrocinada por la Secretaría de Educación Pública (sep), en cuya primera presidencia, la de Pedro Vuskovic, ex ministro de Allende y reconocido economista de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (cepal), inició su funcionamiento como una suerte de espacio diplomático informal y punto de reuniones políticas y culturales de la comunidad del exilio; solidaridad de colegios, instituciones de educación media superior o superior públicas y privadas, diversas empresas, colectividades e instituciones públicas, entre ellas, la sep, y entidades autónomas como la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, a partir de 1976.

Solidaridad de tantas, tantas personalidades de la política y la cultura mexicanas que al intentar mencionarlas aquí se correría el riesgo de omitir involuntariamente a alguna y ameritan su reconocimiento en un espacio especial; solidaridad de los innumerables nuevos amigos y compañeros de trabajo, los referentes más inmediatos y consistentes del apoyo desinteresado; solidaridad de gente de la estatura política y moral como don Edgardo Enríquez Frödden, médico, ex vicealmirante de Marina y ex ministro de Educación de Allende, don Lisandro Cruz Ponce, ex ministro del Trabajo del presidente Juan Antonio Ríos y ex ministro de Justicia del presidente Allende, don Luis Enrique Délano, ex cónsul de Chile en México, ex embajador de Chile en Suecia y escritor, entre docenas de prohombres; organizaciones de compañeros o pequeños grupos del exilio que arroparon por momentos a la comunidad, ensayos en forma independientes o tejidos en la Casa de Chile, sin olvidar las actividades culturales y festivas organizadas por la Asociación Salvador Allende Gossens, A.C. (asagac), todos puntos de solidaridad y convivencia que permitieron llegar a puerto, mantenerse, sanarse y dar continuidad a su linaje. Muchos exiliados se naturalizaron a partir de 1991, cuando las condiciones migratorias lo permitieron, unos pocos conservaron la condición de residentes, otros más retornaron a Chile y se reinsertaron en esa vida, aunque algunos regresaron a México y viven aquí, pero los hijos, los nietos y los bisnietos del exilio chileno, como los de otros latinoamericanos, son orgullosamente mexicanos.

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