Cantar, aunque no se sepa técnica vocal, solfeo o quién compuso la letra que vamos a entonar, tiene una clara función social de fondo antropológico. La música refuerza experiencias que nos han sido significativas y nos vinculan con el resto de la gente. Más allá de lo que dice la canción, hay una carga simbólica y ritual que se torna en el gusto de una época y desencadena procesos identitarios. Hasta cierto punto puede decirse que tales significados eran colectivos en el pasado, puesto que ahora hay una alta oferta musical, de diversos orígenes. De modo que entonar una canción ofrece un entramado que nos ubica entre lo individual y lo social, lo subjetivo y lo colectivo. Así, cada canción proporciona una vía para administrar la relación entre nuestra vida emocional pública y privada, nuestra definición del ser más vernácula, genuina y horizontal.

La música popular le da forma auténtica a la memoria colectiva al organizar nuestro sentido del tiempo (las canciones y las melodías como la clave para recordar cosas que nos sucedieron en el pasado). La música conecta con un tipo concreto de turbulencia emocional, asociada a cuestiones de identidad individual y de posicionamiento social, en la cual lo que más se valora es el control de los sentimientos. 

La preservación de la cultura, la que adjetivamos como “nuestra”, requiere eventos performáticos grupales. Así, una canción es un instrumento para el rescate de contenidos históricos, ocasión para la memoria, sitio que hoy en día se torna plataforma digital y expresión multimedia, desde donde documentar, dar a conocer y rememorar quiénes somos.