Un cumpleaños glorioso con un guiso de agosto
Un cumpleaños glorioso con un guiso de agosto
Elvira Pruneda
Restauradora de papel, Centro INAH-Morelos.
Al mediar el año de 1821, según el recuento memorioso de don Lucas Alamán, el dominio peninsular fenecía…
Militares exitosos ligados tiempo atrás con el régimen colonial cambiaban de casaca y se unían con los que buscaban liberarse. Descollaba un personaje apellidado Iturbide, de nombre Agustín, que logró en pocos meses el respaldo de los diferentes grupos que anhelaban la separación de la Corona. En una intensa campaña por varios sitios del territorio de la entonces Nueva España cosechó alianzas con los sucesores de los antiguos insurgentes, tanto en el norte como en el sur.
Tres colores se habían elegido como garantías del pacto entre realistas e insurgentes al firmar el llamado Plan de Iguala, por lo cual, el término Trigarante llevaba su simbolismo: el blanco, la pureza de la religión católica; el verde, los insurgentes y la independencia; y el rojo marcaba la necesidad de unión con el grupo español sin sangre. Un sastre de Iguala confecciona la primera bandera con el diseño propuesto por Iturbide. En ella se unen tres bandas diagonales con ese colorido (Florescano, 2004, p. 135).
Desde Iguala, Iturbide recorrerá varias poblaciones con la victoria en la mano. El 2 de agosto llegará a Puebla, la segunda ciudad más importante después de la capital. La costumbre en ese día era echar al vuelo las campanas para festejar a su patrona Santa María de los Ángeles: qué mejor bienvenida para el visitante. Pronto encontró alojamiento en el palacio del obispo Antonio Joaquín Pérez y cundió la noticia de su estancia. La “curiosidad pública” esperaba que saliera por el balcón para corear ¡¡Agustín Primero!! (Alamán, tomo V, 1986, pp.142-145).
El obispo Pérez organiza un solemne Tedeum. Prepara entonces un sermón para los feligreses y el huésped, quienes escucharon atentos cómo 300 años atrás, justo el 13 de agosto de 1521, los ejércitos de Cortés habían logrado destronar al Imperio mexica. Faltaban sólo 11 días para cumplir la famosa epopeya, así que la ocasión era adecuada para enlazar la añeja historia —violenta y sanguinaria— con la proeza que acababa de acontecer con Iturbide, y la ensalza por estar preñada con un espíritu diferente —es el general (Iturbide), quien hoy la corrige y dulcifica, la suaviza y perfecciona— (ibid., p. 156). Qué mejor halago para el triunfador de tantas batallas y alianzas; además, el día 28 del mismo agosto, Agustín de Iturbide llegaba a sus 38 años.
Se cuenta que, ante el acontecimiento, las monjas del convento de Santa Mónica agasajaron sin descanso al huésped e inventaron un guiso que apoyaría lo dicho por el obispo. El platillo lograría mezclar muchos ingredientes logrando un sabor particular al “dulcificar, suavizar y perfeccionar”. Al recordar y saborear de antemano el guiso, cabe mencionar que fue el libro de Solange Alberro el que me abrió las puertas para entender la virtuosa transformación que se gestaba en aquel 1821. Muchos de los peninsulares, conocidos como gachupines, habían aprendido a probar y degustar lo distinto (Alberro, 2002).
Me imagino a las religiosas conocedoras de la buena sazón, creadoras del complicado “mole poblano”, preguntarse cómo lograr algo rico y vistoso con los colores trigarantes: blanco, verde y colorado. Afanosas, según mi visión, planearon y construyeron un platillo como si fuera un altar barroco de Tonantzintla. Mezclaron los jitomates mexicanos con los ajos y cebollas indispensables. A todo ello, le agregaron duraznos, peras y manzanas de la región, y añadieron la sabrosura del Caribe con el plátano macho. Arrimaron las mejores carnes al recaudo, salpimentaron con las especies guardadas en las alacenas, sacaron de los frascos olivas y alcaparras hispanas y se dio a luz el guiso de agosto de los “chiles en nogada”.
En un desliz olvidé nombrar al rey del guiso, al imprescindible chile poblano. A ese pimiento picante había que tatemarlo, con cuidado para no quemarlo, después pelarlo y dejarlo suave. Nada que ver con el tormento a Cuauhtémoc, pero era esencial ablandar su textura. De picor o no picor, se decía que eso podía saberse si el tallito estaba enroscado o derecho.
Improvisando veo en esa suave envoltura verde, amplia, generosa y picante a la capa más grande de la población de ayer y de ahora. Multitudes, a las que se les había calificado desde años atrás como “castas”. Era toda una mezcolanza donde se hallaban los indios, los léperos. Los nombrados prietos por su apretado color, junto a pardos y negros. Al utilizar en lugar de termómetro un “pigmentómetro” tendremos hasta nuestros días un extenso “arcoíris” de la piel, desde el blanco (también había pobres entre los güeros) hasta el acanelado, a los diferentes tonos de chocolate hasta llegar a la brillantez negra del zapote. En su interior, ese chile grande de intenso y brillante verdor servirá de estuche para los ingredientes de diferente valía y jerarquía.
Para rellenar dicho estuche, las novicias cocineras aderezaron las carnes de res y puerco con su manteca, las cocinaron, picaron o deshebraron con prontitud, y sazonaron con la salsa roja. En ese periodo casi ninguno de los naturales se acordaría de que al inicio o mediados del siglo xvi sus bisabuelos o tatarabuelos se quedaron azorados, perplejos al mirar las vacas, bueyes, caballos, borregos y puercos. Esos animales de cuatro patas se reproducían y ganaban grandes terrenos invadiendo sus plantíos.
A esas carnes sazonadas se mezcló el recaudo con las frutas poblanas de la estación. Quienes saben de historia cuentan que los arbolitos de los tejocotes (Rojas Rabiela, 1999, p. 110) de la región de los volcanes sirvieron de cuna para injertar los frutales europeos y reproducir así los sabores que tanto añoraban los primeros frailes y encomenderos (Dubernard, 1989, p. 32). A esa miscelánea de carne y fruta las monjitas añadieron azucarados pedacitos de acitrón, elaborado de la biznaga, espinosa cactácea mexicana. Se combinaba así el gusto de lo dulce y lo salado, de México y Europa.
Vuelvo a alucinar y en ese “adentro” del chile veo pasar las especies animales y vegetales, adoptadas y adaptadas a lo largo de 300 años de vida colonial. En equivalencia humana, en ese relleno ubico a los criollos y a los mestizos avecindados a lo largo y ancho del país.
Envoltura y relleno ya eran una delicia, pero en el barroco la acumulación es imparable, y faltaba algo para cubrir. Un producto suculento de vacas y cabras era su blanca leche, que cuajada se convertía en crema y queso. La cubierta será entonces la combinación de la espesa crema de vaca y el suave queso de cabra junto con otro producto de Castilla, las nueces. En esa temporada los nogales de la región se llenaban de nueces. Con devoción o impaciencia las palomas encerradas en el convento obedecieron a rajatabla y se impuso la difícil y laboriosa tarea de quitar el pellejito de aquel fruto. Cuentan las que saben que no quitarlo amarga la nogada. En mi película miro a esa cubierta o estrato superior como la crema y nata de la sociedad, a los de abolengo. Los importantes llegados de lejos, al gobierno de los peninsulares y a la poderosa Iglesia.
Faltaban en la ebanistería del retablo-platillo el dorado del oro volador y las joyas. El chile poblano con la blanca cubierta era como un volcán nevado, coronado con las joyas de la roja granada, avecindada también por esos lares. La granada provenía del Medio Oriente, se le consideraba un símbolo de amor y fecundidad; así, los pequeños y luminosos granates relucían en el platillo.
Finalizo con mi intento de haber guisado con letras un amasijo de historia, sabor e imaginación. Han transcurrido 200 años desde 1821 hasta 2021. Muchas voces dispares han ensalzado la ficticia unidad de lo nacional y la consumada Independencia. La disparidad permanece junto a las posibilidades de ascenso y descenso, como en el juego de serpientes y escaleras. Las amalgamas no son factibles; como en cualquier unión de elementos algo falla, pero en la diversidad se encuentra la riqueza y reconocerla es un logro. Si se comparte su preparación, si se busca la receta original con tías, abuelas o libros y recetarios afamados, si se discute si los chiles van capeados con huevo o sin capa, poco variará lo “auténtico”, y lo permanente será el gusto de compartir la maravilla de lo barroco al rellenar, condimentar, adornar generosamente con la nogada-granada a los poblanos chiles durante agosto y septiembre.
Para conocer más:
Alamán, Lucas, Historia de Méjico. Desde los primeros movimientos que prepararon su Independencia en el año de 1808 hasta la época presente, Edit. Libros del Bachiller Sansón Carrasco, México, 1986.
Alberro, Solange, Del gachupín al criollo o de cómo los españoles dejaron de serlo, Centro de Estudios Históricos / El Colegio de México (Col. Jornadas, 122), México, 2ª reimpresión, 2002. La autora propone en su obra diversos referentes culturales que se mezclan en la colonización de los pueblos originarios de México por España; su tesis la sustenta investigando la mezcla paulatina de las cocinas. Encuentra que uno de los guisos mestizos que proponen una nueva cultura podría ser el mole, por la presencia de diversos ingredientes y el resultado de lo dulce y lo salado. Esa propuesta me incitó a imaginar el platillo del “chile en nogada” como un reflejo de la sociedad múltiple en los primeros años de la vida independiente y los que le han seguido.
Dubernard Chauveau, Juan, María de Estrada, La heroína de la conquista, Cuernavaca, 1989, edición de autor, p. 32. El autor integra un fragmento de la carta que Estrada (responsable del Repartimento de indios de los pueblos de Hueyapan y Tetela, actual estado de Morelos) envía en 1537 al obispo fray Juan de Zumárraga y al secretario del rey Juan de Sámano solicitando la autorización para hacer un colegio de niñas indias y solicita además “si su S. M. fuese cedido de hacer esta limosna y merced a estos naturales, y hacer compra de un navío en mi tierra y hacer traer muchas plantas de castaños y manzanos, perales, ciruelos...y yo pienso siempre que toda la tierra recibiría beneficio en la dicha trasplantación para hacer perder a las gentes el deseo de Castilla, que siempre pían, más que otra cosa por las frutas de allá”.
Florescano, Enrique, La Bandera mexicana. Breve historia de su formación y simbolismo, fce, México, 2004. Es interesante que la primera bandera pronto cambiara su diseño, los colores permanecen, se altera el orden y en el blanco se aloja un antiguo emblema prehispánico, el águila sobre el nopal devorando a una serpiente. Las características de aquel águila cambiarán según las circunstancias políticas.
Rojas Rabiela, Teresa, “La agricultura en la época prehispánica”, en La agricultura en tierras mexicanas desde sus orígenes hasta nuestros días, Conaculta / Grijalbo, México, 1999, p.110. Los datos del empleo de árboles de tejocote como plantas que acogieron los nuevos injertos de manzana, pera, membrillo, ciruela y durazno, la autora los encontró en el Mapa de Tierras de Oztotipac, de los bienes de Carlos Ometochtzin, cacique de Texcoco.