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Los rastros de la desaparición forzada a través de las fotografías de los perpetradores
Los rastros de la desaparición forzada a través de las fotografías de los perpetradores
Rubén Ortiz Rosas
Instituto Mora

La desaparición forzada es una violación grave a los derechos humanos de carácter continuo que no termina en tanto se desconozca el paradero de la persona. Es grave porque vulnera el derecho a la libertad, la seguridad personal, la integridad física y el derecho a la vida. Por sí misma, constituye un delito que, aún sin estar tipificado en una legislación nacional (en México se adiciona al Código Penal Federal hasta el año 2001), debe ser sancionado por la multiplicidad de violaciones que conlleva. En México la desaparición forzada ha cobrado gran notoriedad, sobre todo a partir de la guerra contra el narcotráfico emprendida por el gobierno mexicano en el año 2006 y la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa el 26 de septiembre de 2014; sin embargo, la práctica de esta grave violación a los derechos humanos se ha registrado en México por lo menos desde la década de 1950, cuando Porfirio Jaramillo, hermano del líder agrarista morelense Rubén Jaramillo, fue detenido en la Ciudad de México el 24 de febrero de 1955 y desaparecido durante tres meses hasta que su cadáver fue localizado gracias a la búsqueda emprendida por su familia y la intervención del ex presidente Lázaro Cárdenas. Porfirio había sido sepultado en calidad de desconocido en un panteón en el estado de Hidalgo.1

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La desaparición forzada de personas es un acto negado y a la vez registrado. Es negado porque en esto basa su efectividad: toma en secreto a su víctima, la traslada y la mantiene bajo este estado por tiempo indefinido, garantizando miedo y zozobra en el círculo social y familiar. Para ello, cuenta con la secrecía de sus participantes, el encubrimiento de sus actividades, el enmascaramiento de vehículos de traslado y sitios de aprisionamiento. También, al ser una acción realizada desde el Estado, deja una huella documental que da cuenta del ejercicio administrativo de recursos económicos, materiales y humanos, además de la acción misma de las actividades. Es el registro del secreto.

En los archivos públicos provenientes de los aparatos de seguridad del Estado, generados entre 1947 y 1985 por la Dirección Federal de Seguridad y la Dirección de Investigaciones Políticas y Sociales, ambas pertenecieron a la Secretaría de Gobernación, así como de la Secretaría de la Defensa Nacional, se encuentran rastros del actuar que, en forma clandestina, pretendió exterminar a un sector de la oposición política radicalizado tras la represión abierta realizada por los cuerpos de policía y tropas militares en manifestaciones, tomas de tierra, creación de sindicatos independientes al oficialismo y, en general, de la participación política excluida de la institucionalización de partido único.

En la documentación generada por estas instituciones se encuentran planes operativos, órdenes de operaciones, investigaciones especiales, informes cotidianos y organigramas secretos del accionar gubernamental. En ellos se da cuenta de las búsquedas, localizaciones, detenciones y traslados de opositores; supuestos enfrentamientos y documentos robados a los radicalizados, consistentes en productos de consumo intelectual y denuncia: libros, revistas, periódicos, máquinas de escribir, mimeógrafos, pequeñas imprentas, esténciles y libretas de apuntes. Todo, acompañado de fotografías que visibilizan las acciones emprendidas para informar “a la superioridad” del éxito en el exterminio de los “activistas”, cuyos rostros jóvenes no pocas veces dejan entrever expresiones de miedo y resignación. 

En el corpus fotográfico de los archivos de seguridad destacan las tomas que dan cuenta de los sujetos detenidos. Las imágenes impresionan al espectador por su crudeza y dan pie a la formulación de múltiples preguntas acerca de su identidad, las razones por las que se encuentran ahí, el lugar en el que están y, sobre todo, qué fue de ellos después del disparo fotográfico. Vestimenta, gestos, marcas corporales y miradas se contraponen a rejas, muros, mosaicos, manchas en paredes y pisos, así como zapatos y manos cuyos dueños pertenecían al bando del o de los fotógrafos.

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Estas fotografías por sí mismas conforman las piezas del rompecabezas del complejo clandestino del gobierno mexicano; los elementos que encontramos en ellas establecen las claves para leer el proceso cotidiano del exterminio de la disidencia política. Las fotos generan una serie de interrogantes que giran en torno al contexto de la captura fotográfica (¿cómo fue hecha la fotografía y quién la tomó?), el sitio de la toma (¿una cárcel clandestina o una prisión común?), así como el destino final del retratado (¿se encuentra desaparecido y/o aún vive?). Algunas nos muestran fragmentos de lugares que pueden ayudar a identificarlos, lo que permitiría correr el velo de la clandestinidad en la que operó la represión.

Durante la madrugada del 3 de octubre de 1968, un equipo de fotógrafos de la Secretaría de Gobernación registró las detenciones efectuadas por el Ejército mexicano y los diversos cuerpos de policía en la Plaza de Tlatelolco y sus alrededores. En ellas se observa a estudiantes y padres de familia retenidos y segregados por sexo en espacios pertenecientes al Campo Militar No. 1: los hombres en jardines y celdas de la prisión militar; las mujeres en una enfermería. 

Ellos con las huellas del maltrato físico, semidesnudos, con golpes en el rostro y en posición de “firmes” mirando de frente y al lente de la cámara; en algunos se atisban rostros infantiles. Ellas, con posiciones corporales que muestran resistencia frente al espacio militar que ocupan, cargan sus bolsos y se miran entre sí o al piso; se observa a una mujer junto a unas casi niñas, ¿sus hijas? Si bien no muestran huellas físicas como las de sus compañeros, puede que las hayan tenido, aunque no sean visibles. Ambos grupos son sobrevivientes de la experiencia límite de la masacre que unas horas antes se volcó sobre ellos en la Plaza de Tlatelolco. También y, sin ser conscientes de ello, son, en ese preciso instante, víctimas de desaparición forzada. 

A partir de ese momento, las detenciones ilegales se hicieron cotidianas y con mayor violencia. La persecución de la disidencia se incrementará sobre todo en el estado de Guerrero durante la primera mitad de la siguiente década, donde los reportes de los agentes de la División de Investigaciones Políticas y Sociales informarán que los pueblos de la sierra de Atoyac de Álvarez “se han quedado prácticamente sin jefes de familia” debido a las detenciones realizadas por el Ejército mexicano que buscaba eliminar a la guerrilla de Lucio Cabañas Barrientos.2

Agentes de la Dirección Federal de Seguridad y militares patrullaban los caminos que llevaban a la sierra deteniéndose en las comunidades para interrogar, fotografiar casas e individuos y/o detener sospechosos. La edad y el género no importaban: mujeres, niños o ancianos eran llevados por igual; para las fuerzas federales cualquiera era susceptible de estar en rebelión.

Así, personas que habitaban en la sierra guerrerense fueron detenidas y llevadas a instalaciones del Campo Militar No. 1. Esta vez, fotografiadas en forma individual, serán exhibidas en los informes como parte de una técnica de identificación en donde las huellas de la violencia siempre estarán presentes. Bastaba subir o bajar de la sierra para ser detenido, torturado y desaparecido.3

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En las zonas urbanas, las detenciones que desembocaban en desapariciones forzadas se enfocaron en los operativos especiales clandestinos coordinados entre agentes de la Dirección Federal de Seguridad, la Policía Judicial Federal, las Policías Judiciales del Distrito Federal y el Estado de México, la Dirección General de Policía y Tránsito del Distrito Federal, la Policía Judicial Militar y la Policía Militar. Todo ese grupo capacitado en investigaciones, interrogatorios y una gran capacidad de fuego, estableció redes de informantes que les permitieron identificar, espiar y detener a los sospechosos. 

Escuelas, fábricas, campos agrícolas, maquiladoras, unidades habitacionales en construcción y colonias populares eran vigiladas permanentemente, las 24 horas al día; cualquier manifestación de inconformidad era documentada de inmediato por las fuerzas de seguridad. Así, muros con consignas, calcomanías en el transporte público, mítines, reuniones entre amigos e incluso presentaciones de libros y exposiciones fueron registradas por los fotógrafos de la Secretaría de Gobernación. De esta manera se demostraba el peligro potencial que representaban para el sistema.

Los seguimientos, el espionaje y los patrullajes llevaron a la detención de decenas de personas cuyo paradero aún se desconoce. También hubo sobrevivientes que relataron los métodos de detención que aplicaban los agentes a través de golpes, insultos, inmovilización y encubrimiento del rostro con vendas o capuchas. A éstos, seguía la tortura en cárceles clandestinas. Las fotografías de los detenidos permiten ver fragmentos de estos espacios: mosaicos, rejas, pisos, pasillos, claraboyas, archiveros, escritorios, que permiten al espectador considerar los sitios en los que se realizaron las tomas. 

Algunos de esos lugares fueron diseñados para aprisionar: rincones pequeños con mosaicos que remiten simbólicamente al aislamiento de la sanidad, salvo que vemos cuerpos con las huellas del maltrato; rejas de metal y una claraboya cercana al techo, de la que baja una manguera de agua y hace recordar que es en el subsuelo donde se ahogaron los gritos de los detenidos; muros descuidados con un contacto eléctrico al que se conectan dos cables improvisados que, sospechosamente, se esconden cada uno a un costado del detenido que se encuentra de pie y descalzo; bastidores que intentan ocultar el trasfondo de un estrecho pasillo frente al cual una joven mujer bosqueja una sonrisa; en otras, una regleta permite conocer la estatura de quienes son fichados en el espacio policiaco; finalmente, rostros inflamados son sostenidos para que sean capturados por la cámara y así mostrar en los informes cotidianos que el exterminio de la disidencia era exitoso. Del hombro de uno de los fotografiados cuelga un sucio vendaje que antes cubría sus ojos y un brazo detiene su cabeza.

Éstas son las fotografías capturadas en los primeros momentos de la desaparición forzada. Algunas de ellas serán las últimas de quienes ahí aparecen, constituyéndose como una prueba de un crimen de Estado a través del cual se encuentran elementos que permiten vislumbrar la complejidad del sistema represivo mexicano.*



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