Las transiciones en las movilidades urbanas estuvieron atravesadas por disputas por el uso de las calles y por el negocio del transporte. En la década de 1920, la ciudad era un espacio complejo en el que las personas que caminaban podían cruzarse con carros jalados por caballos, tranvías eléctricos y vehículos automotores. Agustín Lazo percibió las tensiones inherentes a este momento de cambio. Su acuarela de 1924 no sólo retrató un accidente de tránsito, sino el choque entre formas distintas de entender la ciudad y las consecuencias en la vida de sus habitantes. Para mediados del siglo, era claro que los automotores y sus espacios exclusivos dominaban las movilidades de la Ciudad de México.

A inicios del siglo xx, nadie podía adivinar el dominio posterior de los automóviles. Las calles fueron escenario cotidiano de la competencia entre los tranviarios, la Empresa de Tranvías de México y los choferes. Una caricatura de El Universal durante la huelga tranviaria de 1925 delineó con elocuencia las tensiones del proceso: los chafiretes se peleaban el pasaje, pero los camiones no se daban abasto para mover a una población creciente.

Los directivos de Tranvías de México temían la competencia de los chafiretes a mediados de la década de 1920. En público subrayaban las ventajas prácticas de los tranvías sobre los camiones: “... los tranvías eléctricos por sí solos, pueden transportar a verdaderas multitudes y [...] jamás serán sustituidos por autobuses”. Pero, de puertas adentro, la comunicación entre los directivos localizados en la Ciudad de México, Toronto y Londres expresaba la “ansiedad considerable” que sentían por la “peligrosa y desorganizada competencia” de los camioneros.

Para ganar la batalla en la opinión pública, la empresa difundió propaganda que relacionaba al tranvía con un sentido de movilidad colectiva y, por asociación, democrática. En contraste, el automóvil era un vehículo privado para el uso de unos cuantos.

La Empresa de Tranvías apeló también a la distinción social. Como decía su propaganda: “La gente bien viaja en tranvía”.

Sin embargo, la calidad del servicio de tranvías fue en declive desde la década de 1920 en adelante. La aglomeración, los tiempos de traslado y la falta de rutas en algunas zonas se convirtieron en problemáticas que marcaron la vida cotidiana de los habitantes de la ciudad. ¿Qué alternativas había?

Desde inicios del siglo xx, el automóvil era presentado como una cura para problemas sociales, económicos y políticos. Durante la Revolución mexicana, Henry Ford proponía pacificar y modernizar al país a través del trabajo en complejos industriales que producirían masivamente automotores que a su vez conectarían a los pueblos: “Si le pudiéramos dar a cada hombre de esas villas un automóvil, dejarlo viajar de su pueblo a otro, y permitiéramos que se diera cuenta que sus vecinos son sus amigos de corazón, en lugar de sus enemigos, México quedaría pacificado para siempre”.

Ford Motor Company incorporó a la Ciudad de México a su cadena internacional de producción masiva en las siguientes décadas. En 1925 Ford México abrió su primera planta ensambladora en la ciudad. Dos décadas después, la fotógrafa Lola Álvarez Bravo sintetizó los principios del fordismo —eficiencia en el trabajo, estandarización en los productos y producción en masa— como una experiencia que ligaba trabajo, transporte y ciudad.

¿Qué ventajas ofrecían los automóviles frente a los tranvías en la Ciudad de México en las décadas de 1920 y 1930?

  • Los tranvías necesitaban seguir los rieles de rutas fijas que estaban centralizadas. En contraste, si había caminos transitables, entonces los chafiretes los recorrían.

  • El servicio de tranvías simplemente no llegaba a algunos rumbos. A partir de la década de 1920 hubo colonias construidas a lo largo de carreteras o diseñadas para ser habitadas por conductores de automóviles y pasajeros de autobús.

Sin embargo, la ventaja de los camiones y los automotores no era simplemente tecnológica, sino una cuestión de poder, intereses y toma de decisiones. Como Ford, políticos, empresarios, urbanistas y habitantes de la ciudad vieron en los automóviles soluciones prácticas a problemas urbanos, palancas modernizadoras y oportunidades de negocios. Sus decisiones reorganizaron el espacio para que los automotores particulares y autobuses circularan. En consecuencia, los vehículos de combustión interna se multiplicaron de manera exponencial.

El automóvil marcaba la distribución del espacio en la ciudad a mediados del siglo xx. Para entonces ya se construían infraestructuras para el uso exclusivo de automotores como el Viaducto Miguel Alemán, el Circuito Interior y el Periférico. En su montaje Anarquía arquitectónica en la Ciudad de México, Lola Álvarez Bravo presentó una visión crítica a la modernidad urbana con el automóvil como uno de sus ejes fundamentales. En éste destacó la aglomeración de grandes edificios, avenidas, puentes, pasos a desnivel y estacionamientos.

En 1945, Alfredo Zalce pensaba en las consecuencias de esta gran transformación en el óleo sobre el Puente de Nonoalco, el primero en su tipo en la Ciudad de México. Localizado sobre lo que hoy es Avenida Insurgentes, éste buscaba asegurar el flujo de automóviles sin interrupciones, al pasar sobre las vías del ferrocarril de Buenavista y la avenida Nonoalco (hoy Ricardo Flores Magón), para dar salida de la ciudad hacia la carretera México-Laredo (hoy Insurgentes Norte). Pero al pintor no le interesaba retratar este puente como un monumento de la modernidad sino a quienes fueron dejados fuera de esa ruta. Como espacios exclusivos para el uso de los automotores, estas construcciones podían ser excluyentes. ¿Quiénes tenían acceso a las infraestructuras de transporte que dieron forma a la ciudad moderna?

El fotógrafo Héctor García capturó las vulnerabilidades que creaban las calles a mediados del siglo xx. Al pie de su fotografía ¡Córrele!, publicada en 1958, se podía leer: “Aprendiendo a sobrevivir... Esta niña aprende de su abuelito una de las cosas más difíciles y peligrosas del mundo: cruzar una calle en la Ciudad de México. Si la pequeña asimila bien la lección, podrá llegar a la edad adulta sin ser aplastada por un camión. Ya lo dijo un pensador: En México los peatones formamos una generación de sobrevivientes”.

La niña y su abuelo eran quizá dos de los miles de migrantes del campo que llegaron a la Ciudad de México a mediados de siglo. No tenían un automóvil, pero vivían en una urbe diseñada para privilegiar la circulación de los automotores. Podemos suponer que, antes de caminar, se transportaron en uno de los miles de camiones que conectaban el área metropolitana con el centro económico y político de la ciudad capital. Sin embargo, los camiones, como los tranvías, tampoco se daban abasto para transportar a una población que sobrepasó los tres millones para 1950.

Para mediados del siglo xx era claro que se había transitado hacia los automotores como el medio principal para moverse en la ciudad. Así, viejos problemas adquirieron nuevas formas: la dependencia de un medio de transporte para conectar orígenes y destinos en la metrópoli, la aglomeración y los accidentes viales, por ejemplo. Con la estandarización del espacio para el uso exclusivo de los automóviles, exclusiones y vulnerabilidades vinieron a marcar la experiencia urbana. Pasa a la sección Epílogo: Futuros pasados para reflexionar sobre la ciudad y las movilidades que te rodean.