Durante la Colonia existió el tribunal de la Inquisición, una estructura eclesiástica encargada de perseguir faltas a la fe católica. Definida como “pecado nefando”, la homosexualidad o sodomía, como se conocía en aquel contexto, era castigada con rigor y brutalidad. Pero ese prejuicio de los novohispanos contra algunos de sus contemporáneos no se limita a represión ejercida por su casa espiritual; el lenguaje mismo se encuentra habitado por esa exclusión: a quienes usan su cuerpo de cierta manera se les llama “señoritos”, a las mujeres que montan a caballo se les señala como indecentes, se componen versos para ridiculizar a quienes bailan con los de su mismo sexo o se burlan de su fisiología y enrevesamiento. 

En el siglo xx esas estrategias de control han cambiado: ahora se premia la “buena conducta” de mujeres presas que en lo sucesivo harán vigilancia de sí mismas; o se instruye a los adolescentes sobre los lugares y las posturas adecuadas para su noviazgo. Solamente hasta el cambio de siglo veremos contingentes desafiantes de féminas que reclaman para sí el uso y disfrute de su propio cuerpo, literatura que celebra tanto la obra como la personalidad de un poeta homosexual, apertura en todos nosotros para repensar quiénes hemos sido desde el catálogo de las inclusiones y exclusiones.