Las primeras carreteras en el sentido moderno fueron construidas en la Roma antigua, obedeciendo a una lógica de administración imperial y control militar. En la Nueva España esa necesidad resuelve la proximidad entre los centros de producción y los lugares de consumo. En México ciertamente existían rutas que “tamemes” con sus “mecapales” y los cobradores de impuestos para la hegemonía tenochca hacían a pie. Dicha tradición, común a los aztecas y a los pueblos mayas, un agregado de conocimientos y técnicas para construir sendas, se mezcla durante la Colonia con el conocimiento de alarifes, zapadores y albañiles. Esas nuevas técnicas españolas que traían consigo conocimiento árabe, romano y los hallazgos virreinales (como la chinampa o la acequia) convivirán ahora con las rutas misionales abiertas por las órdenes mendicantes en su vocación evangelizadora, la ubicación de puestos de control y avanzadas militares, curiosamente siguiendo la rosa de los vientos planteada desde el trazo urbano de la capital azteca. El norte se abrió para el Camino Real, vena de la minería y la ganadería; para el sur estaba Antequera. El oeste, rumbo para la Nao y el Galeón de Manila, culminaba en Acapulco. Los caminos del este fueron importantes vías de acceso a Veracruz, el puerto del Atlántico.

El ferrocarril es sueño de liberales durante todo el siglo xix, implica decirse uno más en el concierto de naciones, seguir a la ciencia y a la industria. Planteado en 1842, tiene un primer tramo entre Veracruz y El Molinito en 1850. La Ciudad de México y la Villa de Guadalupe tienen su tendido siete años después. La red que Maximiliano imagina se construye al regreso de Juárez a la presidencia, inaugurada poco después de su muerte y presumiendo viaductos, puentes de hierro e intermedio en Puebla.