Citadinos espectadores de sí mismos
El cine (o cinematógrafo) es esa tecnología, propia del siglo xx, para capturar imágenes en movimiento y proyectarlas. Su lugar natural pareciera ser la ciudad. Ahí están los espectadores que consumen la oferta de fantasía que vende como posibilidad. Sin embargo, hay ocasiones en las que sin mediar máquina o narrativa alguna, el ámbito urbano se vuelve espectáculo para sus habitantes.
La ciudad es una estructura caótica de concreto y acero, habitantes desconocidos los unos para los otros y un arreglo de instituciones propio de la modernidad. La urbe puede entenderse, de acuerdo con Richard Sennett, como el espacio común de quienes no tienen nada en común. Posee como peculiaridad que su definición y su contenido lo fabricamos todos quienes la habitamos. Especialmente en las ocasiones que parecen salirse de la normalidad; y es cuando que la ciudad se nos vuelve espectáculo y supera toda expectativa leída desde el cine en torno a la fantasía. Es entonces que ocurren choques, desfiles, procesiones, el alumbrado impugna publicidad o propaganda, contingentes insospechados salen a gritar consignas, el vuelco de la metrópoli se vuelve contra uno.
En el Libro de los pasajes, Walter Benjamin reflexionaba sobre la figura del flâneur, término francés intraducible con el que se aduce a un personaje que deambula y conserva el anonimato, reconocible actor urbano que observa su propia circunstancia, otea las transformaciones y sufre sus incidencias. Ese sujeto que transita por el paisaje citadino a veces opera sin saberlo como filósofo y especula sobre el creciente fenómeno de consumismo y el fetichismo de la mercancía. Otras veces, el flâneur, en su caminar con rumbo ignoto, simplemente sufre el asalto de lo inesperado; calles y edificios son un monstruo que lo superan. Entonces hay una clara oposición entre la ciudad como un espacio negativo y de potencial peligro frente al hogar o el campo como idílico refugio y fuente de símbolos positivos.