Al Apóstol de la Democracia: álbumes de autógrafos dedicados a Francisco I. Madero
Rosa Casanova
Dirección de Estudios Históricos
del INAH
A raíz del triunfo de las tropas revolucionarias en Ciudad Juárez en mayo de 1911, Francisco I. Madero se convirtió en el héroe del momento, aclamado por multitudes en todos los pueblos y ciudades que recorrió, como lo podemos observar en las películas que entonces se filmaron. Fue usual recibirlo —como se estilaba desde tiempos coloniales— con arcos efímeros, flores y obsequios donde se consignaban dedicatorias.
Las medallas, diplomas, placas, banderas, álbumes, plumas y un largo etcétera de objetos que se conservan en el Museo Nacional de Historia lo atestiguan. Algunos son de factura simple y materiales pobres, otros son costosos y remiten a la clase social a la que pertenecían los donantes. Todos cumplían la función simbólica de constatar la adhesión al proyecto maderista o la admiración y lealtad que suscitaba el coahuilense, sentimientos que como sabemos duraron poco.
Los álbumes y su forma
Entre estos testimonios destacan dos álbumes que muestran el entusiasmo que provocó Madero, así como algunas suspicacias, fruto del reacomodo político en curso. Cada uno presenta una portada y 78 láminas grandes (34.9 x 47.5 cm), con una dedicatoria firmada y algún tipo de ornamentación. El arco temporal abarca del 5 de julio de 1911 al 12 de marzo de 1912, que corresponde a los momentos en que el líder ya se encontraba instalado en la capital e iniciaba su campaña, hasta los primeros meses en la presidencia, cuando se intensifican los ataques a su gobierno. Los materiales fueron donados al Museo en 1961 por Aureliano Hernández, junto con otras 41 piezas vinculadas a Madero como parte de las conmemoraciones por los 50 años del triunfo maderista.
J. Uriel Carrasco fue el promotor de la obra, así lo declara en la última lámina de uno de los álbumes, donde
se identifica como revolucionario. Seis años antes, por 1905, había compilado el Álbum Nacional al C. Don Ramón
Corral con motivo de su nombramiento como vicepresidente de México, que garantizaba la transición en caso
de que Porfirio Díaz falleciera, al tiempo que se desempeñaba como secretario de Gobernación. Un personaje clave del
programa del porfiriato, definido como tiranía en los autógrafos. Carrasco parecería entonces incompatible con el
desempeño revolucionario; sin embargo, habría que situarlo como un pequeño empresario, con la experiencia para
formar este tipo de obras, operando para ganarse el sustento dentro del clima de conciliación promovido por Madero,
que tantas críticas y deserciones ocasionó. Su labor seguramente consistió en lograr la participación de los más de
cien personajes de toda la república que pagaron por su inserción y, quizá, en la elaboración del marco de líneas
curvas y elementos florales, característicos del modernismo, que encuadra el autógrafo y el retrato del signatario.
Para los “tres libros” que Carrasco dice ofrecer a Madero reunió a figuras célebres en su momento por su
desempeño en la Revolución, pero sobre todo a ciudadanos de diversas clases sociales y oficios, e incluso a cinco
mujeres. Llama la atención que en los dos álbumes que han llegado a nosotros no están representados sus
colaboradores cercanos. Los autógrafos muestran, dice Carrasco, “opiniones francas, sinceras, dulces y halagadoras”,
lo cual no siempre es cierto. El compilador declara que es su contribución a los principios proclamados en el Plan
de San Luis; hubiera querido portar “el renombrado 30-30 para destrozar aquellas cadenas de la dictadura…”, pero
pensó que sería más provechoso ejercer su oficio y recorrer “la República todavía desunida y formando grupos de
personalidades, llevando una sencilla paleta de coloridos y un haz de pinceles apropiados. Ellos fueron mis fusiles,
ellas mis balas frías…” El recorrido se concentró en la Ciudad de México y en el norte, el núcleo de mayor
influencia maderista, especialmente las ciudades de Chihuahua, Monterrey, Torreón, Ciudad Juárez y Zacatecas, así
como el centro del país (Puebla, Celaya, Aguascalientes, Irapuato, Toluca y, excepcionalmente, Chilpancingo). Los
álbumes no guardan un orden geográfico ni cronológico (quizá lo perdieron), por lo que el seguimiento de las rutas,
aunadas a las fechas, puede brindar pistas para rastrear los cambios de opinión respecto al coahuilense, así como
los contactos que el autor manejó.
La paleta y pinceles de Carrasco denotan una formación de principiante: su dibujo es elemental, los trazos sin
profundad, con un repertorio inadecuado al tema político. Vemos así geishas, mujeres en diversas poses y trajes,
paisajes lacustres, dudosas figuras alegóricas, escenas militares y hasta a Napoleón. Quizá no sea el único
dibujante, pues en la marina que ilustra el texto del director del Museo Nacional de Arqueología, Historia y
Etnología Lic. Cecilio A. Robelo se observa una composición más equilibrada, firmada “López”. El costo de incluir
una escena resultó en que sólo 25 láminas tienen ese tipo de ilustraciones, mientras que en 73 se insertaron
retratos del firmante, o de Hidalgo como padre o forjador de la Patria, y alguno de Madero y de Aquiles Serdán. En
estos casos y en el resto de las planas sin imagen, Carrasco recurrió a ejecutar fondos con aerógrafo que difuminan
tonalidades pastel que en ocasiones se intensifican, técnica que dominó y que entonces se circunscribía al trabajo
del ilustrador y el cartelista. Supo imprimir movimiento mediante el uso de plantillas de formas sinuosas y
orgánicas que, de nuevo, remiten a la estética del modernismo, como puede apreciarse en las portadas y páginas de
El Mundo Ilustrado. De esta manera logra enlazar los elementos que conforman las láminas (fondo, imagen o
retrato y texto). Las fotografías para entonces eran parte del repertorio iconográfico de este tipo de obra que
resulta en ingenuos collages que expresan el deseo de asentar con nombre y rostro el aprecio al héroe.
La docilidad de las composiciones contrasta con la dureza de las fotografías de la lucha armada durante esos
meses que hemos visto circular en tiempos recientes, y con la sangre derramada que algunos recuerdan en sus textos.
No podría ser de otra manera: no pretenden documentar la realidad y, como dije, era ésa la iconografía establecida
para la compilación de autógrafos. Dentro de su aparente banalidad y torpeza artística, son muestras fascinantes de
la sensibilidad popular del momento y, como tal, resultan entrañables en conjunción con la disposición de los textos
y el peso de la caligrafía que potencializa la estructura discursiva.
Los contenidos
Para referirse a Madero se repiten epítetos que encontramos en la prensa de entonces: Apóstol de la Democracia, libertador, héroe, representante de los derechos del Pueblo. Sugieren las cualidades que se le atribuyen: honradez, patriotismo, abnegación (expuso su capital, familia y patria por el bien de todos), fe, magnetismo, civismo, términos que deliberadamente he colocado sin orden para acercar al complejo universo mental de esos años de intenso cambio. Algunos remiten a valores cívicos y otros recuerdan atributos religiosos; ambas vertientes —generalmente híbridas— integraban el ideario social y político de los mexicanos de entonces. En este sentido, llama la atención que el lema “Sufragio efectivo-No reelección” no es constante, como si los ritmos de los acontecimientos se aceleraran. Se había derrotado al dictador y lo que tocaba era sustentar la nación con los llamados a la democracia, la justicia y la paz.
Entre el legado de las festividades del Centenario —desde sus preparativos en 1907— se distingue el aprendizaje
obligado de la historia patria que promovió una sensibilidad hacia la disciplina y que constituye uno de los
sustentos de La sucesión presidencial, el libro que Madero publicó en diciembre de 1908. Desde esa
perspectiva se puede comprender el significado que tenía el afirmar que su lugar en la historia estaba asegurado (o
que lo condicionaran a su desempeño como presidente, como lo hicieron unos cuantos).
Fue frecuente la comparación con el héroe fundacional de la patria, Miguel Hidalgo, al igual que con Benito
Juárez; con ellos Madero conformaba una trinidad revolucionaria, referida a la Independencia, a la Reforma y la que
derrocó al porfirismo. En contadas ocasiones se mencionó a Cuauhtémoc y Morelos, pero se recordó el papel de Aquiles
Serdán y se aludió a él en la portada con la inscripción 18. 11. 10 que rememora el enfrentamiento en
Puebla de los hermanos Serdán con las fuerzas del régimen, considerado el primer brote de la Revolución.
Significativamente, la otra portada consigna una de las columnas del maderismo: Democracia.
Se le advierte al Apóstol sobre la actuación de sus enemigos que alguno coloca entre “el clero, los
aristócratas y los privilegiados”. Los álbumes cierran justo antes de la ruptura con ciertos aliados que todavía
consignaron sus augurios, como Pascual Orozco, Juan Andreu Almazán, Marcelo Caraveo o seguidores de Emilio Vázquez
Gómez. Orozco, por ejemplo, atribuye el derrumbe de la dictadura al Pueblo, restándole importancia a Madero, a quien
sólo considera como el iniciador de “esta gran obra libertaria”. Ciertamente, este concepto es central en el
discurso que predomina en los álbumes, tanto como sujeto activo que retoma sus derechos como cuando el líder actúa
en su nombre y por su bien. Al haber olvidado su capacidad política debe re-aprenderla, al igual que sus
obligaciones cívicas. La idea de opinión pública, fundamental para entender el recorrido político del maderismo,
permea los autógrafos, donde también se subraya la justicia y el respeto a las leyes y a la Constitución.
Otra constante es el ansia de reconciliación, y si bien se critica la permanencia de Porfirio Díaz en el poder
bajo el argumento de la paz, se percibe su añoranza, aunque la libertad alcanzada —en la realidad o en el
imaginario— parece compensarla. Se aprecia de igual manera la instrucción que permitirá el progreso cimentado en la
libertad y la justicia. S. Roel pone en evidencia un tema poco tratado en la época: la necesidad de generar trabajo
para evitar la migración. Otro caso insólito: dos láminas con la participación de miembros de “la tribu yaqui”, el
único grupo étnico que se manifiesta como tal y que se concibe como integrante de la Patria, lo que se entiende en
el contexto de su participación en la lucha.
Ignoramos cuándo fueron obsequiados al presidente estos significativos ejemplares. La última fecha registrada,
12 de marzo de 1912, brinda un indicio por su cercanía al primer informe de gobierno de Madero el 2 de abril, que
parecería un evento propicio para su entrega. Ese día, Alfredo Robles Domínguez, quien se había alejado de Madero
por el espacio concedido al gobierno de Francisco León de la Barra en una lámina austera, escribió: “Procure Ud.
merecer y conservar la confianza del Pueblo Mexicano que le ha confiado sus destinos”, una advertencia seria, como
se comprobó en febrero de 1913. Muy diferente a la dedicatoria de Francisco Villa firmada el 30 de julio de 1911,
poco después de llegar a la capital, donde transparenta sus emociones, la lealtad a “su presidente”, a quien entrega
su corazón, y hasta su escasa educación.
Inicié este texto afirmando la función simbólica que cumplieron estos álbumes, misma que se despliega en los
diversos niveles contenidos en las láminas que los conforman. El entrecruce de lo visual y la narrativa nos acerca a
la compleja experiencia de esos sujetos —generalmente invisibles— que aprendían a ejercer la ciudadanía, a
expresarla con un bagaje que hoy nos puede parecer lejano, pero que de igual manera logra emocionarnos.