En 1922 Chávez se casó con una notable pianista (Otilia Ortiz) y con ella viajó a las capitales musicales de Europa: Viena, Berlín y París. Ambos buscaban empaparse de la brisa modernista con la que revolvían el mundo de la música contemporánea Maurice Ravel, Paul Dukas, Ígor Stravinski y Arnold Schönberg. Viajó en 1923 a Nueva York para conocer la obra de Edgar Varèse y a Aaron Copland. En 1927 volvió a esa metrópoli en compañía del pintor Rufino Tamayo y discutió aquí el significado de lo nacional en las artes. En 1928 fue promovido a director del Conservatorio Nacional de Música y para 1934 se desempeñó como jefe del Departamento de Bellas Artes en la Secretaría de Educación Pública. En 1946 fundó Nuestra Música, sociedad promotora de conciertos, de la cual surgieron una revista y la casa Ediciones Mexicanas de Música. Desde 1947 hasta 1952 fue director general del Instituto Nacional de Bellas Artes. 

Deben destacarse entre sus propias partituras: Sonatinas (1924), Energía (1925), Caballos de vapor: sinfonía de baile (1926), Sinfonía de Antígona (1933), Sinfonía India (1935), Preludios para piano (1937), Concierto para piano (1938), La hija de Cólquide (1943), Concierto para violín (1948), Invención (1958), Resonancias (1964), Elatio (1967), Discovery (1969) e Initium (1971). Autor de los libros Toward a New Music (1937) y Musical Thought (1961).

Carlos Chávez jugó un papel crucial en la construcción de un imaginario musical prehispánico que se reflejó tanto en sus escritos como en su propia obra; es a ese universo de lo indígena idealizado como pasado glorioso, que en México llamamos arte nacional al hablar de pintura, música y otras expresiones artísticas.