Paisajes decimonónicos
Eugenio Landesio (1810-1879), un profesor de la Academia de San Carlos, de origen italiano, fue la pieza fundamental del desarrollo del género del paisaje en nuestro país en el siglo xix a través de sus cátedras. En sus obras suele haber un guiño al romanticismo porque les añade un ambiente bucólico.
En el marco de sus clases dio un lugar importante al paisajismo, y lo llevó a un alto nivel en la producción artística de sus alumnos, a quienes influyó de manera decisiva, y alternó las lecciones académicas con actividades al aire libre para que pudieran apreciar la iluminación natural del entorno fuera del taller porque buscaba que sus discípulos realizaran copias de la naturaleza con el manejo de luces y sombras. Entre los más destacados se encontraba el toluqueño Luis Coto (1830-1891), quien logró otorgar a sus piezas costumbristas la identidad mexicana. No obstante, fue otro de sus aprendices quien consolidó esta práctica, y a su vez formó a una nueva generación de pintores. Nos referimos a José María Velasco (1840-1912), quien, gracias a su talento, a la edad de 18 años ya era profesor de perspectiva en la Academia, mientras que continuaba con su propia formación en dicha institución y, preocupado por la precisión en sus piezas, estudiaba de manera paralela anatomía, geología, botánica, zoología, arquitectura y otras ciencias exactas; con todo ello, sus paisajes deslumbran por el realismo y por una técnica depurada. Para 1860 se le otorgó una pensión para que, libre de preocupaciones económicas, continuara consolidando su estilo; años después obtuvo la titularidad de la plaza de profesor de paisaje en la misma escuela.
La labor docente de José María Velasco duró más de 40 años y formó a grandes artistas, como Carlos Rivera (1856-1938), apasionado de pintar en espacios abiertos en los que la vegetación es la protagonista; su figura ha cobrado importancia con el paso de los años, y hoy sabemos que permaneció como estudiante en San Carlos por 14 años, en los que se destacó como el continuador de Velasco y quizás el seguidor más fiel a su estilo, baste observar las pinturas de ambos en esta colección. Igualmente brillante fue la obra de otro miembro de su taller, el potosino Cleofas Almanza (1850-1916), quien plasmó una imagen que le era muy familiar al estar su estudio ubicado justo en la Alameda: la protagonista es una fuente que luce apagada y coronada por una escultura de Venus, copiada del natural, tal como lo enseñaba su querido maestro. Lo que sorprende al observar la obra es que en ella no aparecen personas y pareciera un espacio público abandonado. Finalmente, contamos con la única pieza que recrea un paisaje del extranjero realizada por el coahuilense, también párvulo de Velasco, Francisco de Paula Mendoza (1867-1937) a finales del siglo, en 1891. Bajo un cielo espectacular en lontananza destacan dos cúspides: por una lado la colina de Montmartre y la basílica del Sagrado Corazón, y en el extremo opuesto la torre Eiffel; a sus pies se aprecia la hermosa ciudad de París, para dejar en primer plano el verde ambiente que se oscurece en la parte inferior del paisaje y que envuelve a la capital francesa, lugar en donde Mendoza terminó su formación artística antes de volver a México en 1894.