Mujeres de la ciudad en los años cincuenta
Las décadas que siguieron al triunfo de la Revolución mexicana trajeron cambios significativos en la dinámica de la esfera pública. Algunas de las consecuencias más visibles de este proceso se dieron en los comportamientos cotidianos, incluyendo el ámbito femenino. Los gobiernos mexicanos de la década de los cincuenta dieron prioridad al impulso de la economía nacional a través de una industria que apoyara el crecimiento de las sociedades urbanas y contribuyera a consolidar la riqueza del país, proceso que resultó benéfico para ciertas mujeres que se integraron de manera más visible al área laboral. Estas transformaciones fueron importantes para su avance sobre espacios antes exclusivos para los hombres; sin embargo, las élites políticas y culturales en el poder adoptaron un discurso muy cercano al propagado durante el siglo xix, en el que se normaba la conducta femenina para reducirla al terreno doméstico. Así, a pesar de los cambios que se vivían en el país y de los casos excepcionales de participación política femenina, se seguía cultivando la idea de que la realización de la mujer se encontraba en la maternidad y en el hogar.
Como muestra de lo anterior, en 1949 se inauguró el Monumento a la Madre, obra del arquitecto José Villagrán García, con esculturas de Luis Ortiz Monasterio, donde la figura principal tiene un niño en brazos y un atuendo típico mexicano, además de la placa con la leyenda “A la que nos amó antes de conocernos”, símbolo de la devoción y la entrega de las madres mexicanas hacia sus hijos. Por otro lado, los centros culturales y las casas de trabajo que comenzaron a inaugurarse en la Ciudad de México capacitaban a mujeres en distintas actividades tradicionalmente femeninas, como corte y confección, cocina, mecanografía y tejido. Si bien comenzó a apoyarse de una manera más sistemática el cuidado de los niños en guarderías y se hicieron planes para crear villas y estancias para la atención infantil, permaneció la idea de que en casa las mujeres se dedicaban a las actividades domésticas y de que el padre era quien representaba “la autoridad suprema del hogar”. Para los sectores más humildes, las transformaciones que se intentaban en el discurso simplemente no llegaron. Los miembros femeninos de este sector se encargaban además de la búsqueda del sustento familiar, y algunas mujeres de clase alta se dedicaban a paliar las carencias de aquéllas a través de instituciones de beneficencia que eventualmente organizaban colectas o entrega de víveres y de juguetes en zonas populares. De esta forma, el discurso modernizador de esa época contrastaría radicalmente con la realidad experimentada por las mujeres mexicanas.