Casi 10 meses después de la victoria de las tropas republicanas sobre las fuerzas francesas, se
suscitó un nuevo hecho de armas que tendría como escenario, de nueva cuenta, a la ciudad de
Puebla. Las tropas intervencionistas sitiaron la otrora ciudad de los ángeles que a priori había
sido defendida por el ahora fenecido general Ignacio Zaragoza.
Durante 62 días de asedio, las tropas del Ejército de Oriente padecieron el fuego de las armas
invasoras, mientras que la ciudad sufría los daños causados por las balas de cañón del enemigo.
La historiografía ha estudiado ampliamente los hechos de armas, así como los movimientos
realizados por el general Jesús González Ortega y por sus subalternos, pero no debemos de
olvidar la faceta humana de los soldados que, mediante diarios, manifestaron sus dolores y
desesperanzas tras permanecer más de dos meses bajo el fuego de las tropas francesas. En tal
sentido es necesario rescatar, someramente, los testimonios de dos combatientes del sitio:
Carlos Casarín y Francisco Del Paso y Troncoso.
A inicios del mes de marzo de 1863, los diarios de mayor importancia del país vaticinaban un
nuevo embate del ejército francés en la ciudad de Puebla. A pesar de ello, la vida diaria
continuaba pues los habitantes de la plaza de Zaragoza tenían la plena confianza de que los
invasores serían repelidos nuevamente.
Todo anuncia que se aproxima el día tan anhelado por el ejército de Oriente y por la nación entera, de que los invasores rechazados el 5 de mayo, vuelvan a medir sus armas con los ciudadanos mexicanos que defienden la independencia nacional.
El Siglo Diez y Nueve, 1 de marzo de 1863, p. 1.
El día 15 del mismo mes, según lo relata el teniente coronel Francisco P. Troncoso, “se
notaba una animación extraordinaria en la plaza de Puebla […] Esta animación provenían de las
noticias del enemigo […] que avanzaría sobre la plaza ese mismo día”.
Con el paso de los días los combates fueron creciendo en magnitud. Pese a la férrea defensa de
las tropas mexicanas, el fuego de artillería francés causaba grandes bajas en las fuerzas
connacionales que, además, eran afectadas enormemente en su moral como bien lo narra Del Paso
“El fuego era espantoso, aterrador […] y el estallar de los proyectiles, ensordecía”.
Diario de las operaciones militares del sitio de Puebla, escrito por el teniente coronel Francisco P. Troncoso.
Parte general que da al supremo gobierno de la nación respecto de la defensa de la plaza de Zaragoza el ciudadano general Jesús González Ortega.
Para el mes de abril, las tropas comandadas por Élie-Frédéric Forey se habían adentrado a las calles
de Puebla, donde los combates se recrudecieron. Al respecto, el editor del diario La Orquesta y
capitán primero de Caballería, Carlos Casarín, narra en su Diario la crudeza de la
conflagración: “a las seis de la tarde volaron con dos minas una cuadra de la calle del Pitiminí
lo cual es un espectáculo horrible…” El ataque en dicha calle no sólo causó grandes daños a las
casas edificios, sino que también provocó bajas en las tropas mexicanas, hecho que fue lamentado
por Troncoso, quien anunció que en dicho embate se perdieron las vidas de 80
soldados y de un oficial.
A partir de este momento, la balanza se inclinaría hacia las fuerzas francesas. Las tropas
mexicanas se encontraban diezmadas, mientras que las municiones comenzaban a escasear, como bien
lo apunta Troncoso: “nuestro consumo de municiones debe haber sido muy grande; con tres combates
tan generales y tan largos como los de hoy, nos quedamos sin municiones”. Asimismo, los víveres
se habían agotado, los alimentos eran nulos, lo cual obligó a las tropas mexicanas a sacrificar
a sus caballos y mulas de carga, situación que narra amargamente en su Diario.
Mayo marcó el fin del sitio, pues imposibilitados de seguir resistiendo los embates del ejército
francés, se ordenó la rendición de las tropas mexicanas el día 17. Francisco Troncoso narra un
panorama desgarrador “el cuadro que se nos presenta no puede ser más desolador. Soldados
rompiendo sus armas; oficiales destruyendo las que habían quedado enteras, pues muchos soldados
en el momento en que se comenzó a romperlas, las arrojaron y escaparon; las calles llenas de
soldados que se quitaban el uniforme; la población azorada y asomándose a los balcones y
ventanas”. Por su parte, Casarín hace mención del sentimiento de impotencia y del “disgusto,
confusión y rabia, y de las lágrimas que lloraba la tropa de sentimiento al romper sus armas”.
Tras 62 días de combates, el fuego había cesado, trayendo consigo una amarga derrota para las
tropas mexicanas.