Sala 1
Vicente Guerrero y su tiempo

En esta sala se presentan las consideraciones sobre el tiempo, los orígenes y la figura afrodescendiente de Vicente Guerrero, el proceso de su fusilamiento y las implicaciones de su muerte, los espacios históricos y de memoria, así como las conmemoraciones tempranas a Guerrero.

Vicente Guerrero: insurgente afrodescendiente

María Elisa Velázquez Gutiérrez

Historiadora y antropóloga del Instituto Nacional de Antropología e Historia. Ha trabajado los temas de las poblaciones afrodescendientes en México y fue la primera presidenta mujer y latinoamericana del Comité Científico del Proyecto Internacional La Ruta del Esclavo de la Unesco. Entre sus publicaciones destacan: Mujeres de origen africano en la capital novohispana, siglos XVII y XVIII, Juan Correa, mulato libre, maestro de pintor y la coordinación del libro Estudiar el racismo: afrodescendientes en México.

José Luis Martínez Maldonado

Literato, fotógrafo y gestor cultural. Trabaja en el Programa Nacional de Investigación Afrodescendientes y diversidad cultural de la Coordinación Nacional de Antropología en el INAH. Ha realizado exposiciones fotográficas sobre las comunidades afrodescendientes en México y ha escrito varios textos de antropología visual y crítica literaria, entre ellos: Africanos y afrodescendientes en la literatura mexicana del siglo XIX, entre otros.



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Vicente Guerrero Saldaña, líder insurgente y segundo presidente de México, fue descendiente de uno de los miles de africanos que arribaron a la Nueva España a partir de la conquista de México en 1521: alrededor de 250 mil hombres, mujeres y niños, provenientes de diversas regiones del continente africano y de culturas con distintos idiomas, costumbres, saberes y religiones, fueron traídos de manera forzada. A lo largo del periodo virreinal, hombres esclavizados y libres de origen africano desarrollaron actividades en la minería, las haciendas ganaderas, cañeras y agrícolas, así como en los obrajes, los gremios y en las labores cotidianas de casas, conventos, iglesias, hospitales y comercios, entre otros.

Wolofs, mandingas, fulas, peuls y otras muchas personas de las culturas bantúes arribaron por los embarcaderos de Veracruz, Campeche y Acapulco, puertos virreinales autorizados por la Corona española. De ahí eran trasladadas a distintas partes del territorio de la Nueva España: Coahuila, Nuevo León, Guanajuato, Zacatecas, Puebla, Oaxaca, Tlaxcala, Michoacán, Campeche, Yucatán, Tabasco, Guerrero. Prácticamente todas las entidades novohispanas recibieron poblaciones de origen africano para el desarrollo de su economía. Africanos e indígenas convivieron e intercambiaron actividades, saberes y afectos, y a pesar de la situación de sometimiento y sujeción de quienes fueron esclavizados, muchos de ellos y sus descendientes lograron obtener su libertad y mejores condiciones de vida.

Vicente Guerrero nació en 1782 en Tixtla, hoy en el estado de Guerrero, en el seno de una familia de arrieros y armeros. En la cabecera de Tixtla, según un censo de 1791, habitaba una mayoría de población indígena y 17 por ciento de pardos, mulatos o negros libres. Muchos afrodescendientes libres trabajaron como arrieros durante el periodo virreinal, lo que les permitió conocer diversas regiones, ya que transportaban mercancías de un poblado a otro, recorriendo caminos muchas veces largos y sinuosos, en los que tardaban días, y en ocasiones meses, para regresar a sus lugares de origen. Es conocido que Vicente Guerrero aprendió a leer y escribir, y que se destacaba por conocer la región de la Montaña guerrerense y de la Costa Chica de los hoy estados de Guerrero y Oaxaca. Algunos testimonios afirman que, por ejemplo, cuando lo llevaban preso a traición de Huatulco a Oaxaca en 1831, Vicente lograba identificar con pormenores las características del camino y de sus habitantes tanto, que sorprendía que no intentara escapar o buscar ayuda. Además de su familia, es probable que su esposa, Guadalupe Hernández, conocida como “la Generala”, también fuera “mulata”, es decir, afrodescendiente, y aunque no se conoce mucho de ella, se sabe que estuvo involucrada en varios asuntos políticos y que trató de salvarle la vida a su esposo, pidiéndole ayuda, entre otros, a Antonio López de Santa Anna.

Vicente Guerrero se unió al movimiento insurgente y fue muy cercano a José María Morelos, quien probablemente también era afrodescendiente, y a Juan Álvarez, líder “mulato” de Atoyac, en la Costa Grande de Guerrero. Vicente compartía los ideales insurgentes y el sentir del descontento generalizado ante la situación socioeconómica y política que vivía la Nueva España. Entre varios de los postulados de dicho movimiento, coincidía con el de defender la eliminación de las distinciones entre grupos sociales y en luchar contra la desigualdad económica y el poder monárquico.

Las tropas de Guerrero estuvieron formadas por muchos afrodescendientes, es decir, mulatos, negros, morenos o pardos. Se sabe que entre sus colaboradores más allegados estaba Juan del Carmen, descrito como un “negro o mulato” muy alto de la región de Ometepec, famoso porque solía combatir con machete, sin utilizar armas de fuego. En 1815, después del fusilamiento de Morelos, Guerrero se convirtió en Comandante General del Sur al sostener al movimiento insurgente ante los embates realistas, hasta 1821, cuando acordó con Agustín de Iturbide el Plan de Iguala declarando la independencia de México.

El reconocimiento del pueblo a su liderazgo posibilitó que varios políticos lo consideraran como candidato a la presidencia de México. Después de conflictos internos y a través de lo que se conoce como el Motín de la Acordada, en 1829 se proclamó a Vicente Guerrero como el segundo presidente del país. Su muy breve gobierno tuvo que enfrentar un intento de invasión de España, una crisis económica y críticas a su gestión frente a distintos proyectos de nación. Sus adversarios en varias ocasiones lo insultaron con expresiones racistas, que comenzaban a tener importancia durante aquel periodo, al aludir a su ascendencia africana con ofensas referentes a su “alma tan negra como su tez”, a su familia de “monos” o a los “negros despreciables del sur”. Finalmente, fue presionado para dejar la presidencia y remplazado por Antonio de Bustamante, quien lo mandó asesinar en Cuilapan, Oaxaca, en 1831.

El presidente afrodescendiente logró, en el poco tiempo de su gestión, la consolidación de la soberanía nacional como una forma de gobierno federal y representativa, la concertación de tratados comerciales y la promulgación del decreto formal de la abolición de la esclavitud el 15 de septiembre de 1829. Es interesante resaltar que los colonos de Texas, que formaba entonces parte de México, se inconformaron con la resolución y solicitaron su exención, ya que contaban con muchos esclavizados de origen africano como mano de obra, fundamental para el desarrollo de sus actividades económicas.

Vicente Guerrero ha sido reconocido como uno de los líderes más importantes del movimiento insurgente, pero muy poco se ha dicho sobre su origen, con lo que se ha olvidado o menospreciado la importancia de las poblaciones africanas y afrodescendientes en la historia del país. Varias representaciones visuales se conocen sobre Guerrero y muchas de ellas se propusieron “blanquear” su imagen, ante los prejuicios y el racismo que se desarrolló de manera importante a lo largo de los siglos xix y xx. El retrato de Anacleto Escutia de 1850 es quizá una de las imágenes más fieles del insurgente sureño en donde se hace patente su rostro moreno, su cabello oscuro, rizado, y su mirada tenaz y afable.

Vicente Guerrero

Anacleto Escutia, 1850, óleo sobre tela, 105 x 84 cm.

Una ejecución velada: el fusilamiento de Vicente Guerrero

Graciela Flores Flores

Doctora en historia por la unam. Actualmente es profesora investigadora de la Escuela de Ciencias Sociales de la Universidad Autónoma de Coahuila. Sus líneas de investigación son historia del derecho, instituciones judiciales e historia del castigo, siglos xix y xx. Autora del libro La Ciudad Judicial. Una aproximación a los lugares de y para la Justicia Criminal en la Ciudad de México (1824-1846), México, IIS-UNAM, Tirant Lo Blanch, 2020.

No hay representaciones gráficas, pictóricas o artísticas que, elaboradas en el temprano siglo xix, den cuenta de la muerte de Vicente Guerrero, quien fue fusilado por el Ejército mexicano al mando de Anastasio Bustamante.

Históricamente, el castigo antes de los grandes procesos codificadores en Occidente fueron espectáculos públicos que tenían por función primordial la moralización de las costumbres de la población a través de la ejemplaridad de la sanción, por lo que los azotes, horca, mutilación y la picota en las principales plazas como símbolos de advertencia formaron parte de las sociedades del Antiguo Régimen y, aunque crueles a nuestros ojos, con el tiempo, la violencia ejemplar fue cuestionada y sus mecanismos se volvieron mucho más sutiles hasta que la cárcel se constituyó en el castigo por excelencia, según palabras de Michel Foucault.

Tales procesos estuvieron íntimamente ligados al fuero ordinario o común, es decir, el tipo de castigos aplicados a los súbditos del rey y, en tiempos republicanos, a los ciudadanos caídos en desgracia. La ritualidad de la pena en este fuero se caracterizó por la teatralidad y la parafernalia que acompañaron al espectáculo público que degeneró, en opinión de las autoridades, “en penosos espectáculos que remplazaron la ejemplaridad por un vil espectáculo morboso alejado de sus objetivos”.

Además del fuero ordinario, resistieron el embate de la revolución de Independencia novohispana el eclesiástico y el militar, cada uno con sus propios ordenamientos en torno a la impartición de justicia, sus penas aplicables y sus propios ritos, siendo la del fuero castrense un espectáculo privativo de sus miembros, lejano y ajeno a los ojos de la población en general. Era la fuerza del Estado la que se manifestaba en sus ejecuciones pues, como apunta Max Weber, éste es el que detenta la potestad para ejercer la violencia de forma legítima, por ejemplo, para erradicar a sus enemigos.

Pese a la ritualidad vedada, a través de leyes castrenses del siglo xix y algunos políticos coetáneos y estudiosos contemporáneos del proceso judicial seguido al general Vicente Guerrero, se pueden ofrecer algunas pinceladas que nos permiten acceder a ese otro mundo del castigo y el rito en el ámbito militar y explicar por qué sobre este hecho no existen representaciones artísticas, como por ejemplo aquellas realizadas para dar cuenta del fusilamiento del emperador Maximiliano de Habsburgo en el Cerro de las Campanas, en 1867.

Luego de sus cautiverios —el camarote del Colombo, después en una cueva con entrada al mar en Huatulco—, Vicente Guerrero fue conducido a Oaxaca y llevado por caminos desconocidos por la población hasta su último encierro y destino: el Convento de Santo Domingo, un convento dominico en el pueblo de Cuilapam, sitio donde tuvo lugar su proceso judicial-militar; los llanos frente a dicho convento sirvieron de escenario para llevar a cabo el ritual justiciero.

El 10 de febrero de 1831, el Consejo de Guerra ordinario, el órgano competente para juzgar de todos los delitos contra la disciplina militar, votó por unanimidad la sentencia de Guerrero, luego de que se negara a decir más nada en su defensa.

El 11 de febrero de 1831, Guerrero escuchó su sentencia: se le declaró culpable del delito grave gravísimo de lesa nación y, por lo tanto, merecedor a ser pasado por las armas. Del 12 al 14 de ese mes se le mantuvo en un último cautiverio en una celda en la que se le puso “en capilla”, como parte de los preparativos para la ejecución, teniendo derecho a un confesor “para que se prepare cristianamente”.

Según las ordenanzas vigentes del fuero militar, en su tratado VIII, título V, artículos 61 y 64, llegada la hora de la ejecución se mandaría a buscar al criminal con buena custodia, se le pondría a la cabeza de las tropas del destacamento, llevándole en medio de él, delante de las banderas o estandartes, “se le hará poner de rodillas, el escribano leerá la sentencia en voz alta, y se le llevará al paraje donde hubiere de ser ejecutada, acompañándole el capellán para exhortarle”.

Así se hizo con él: el 14 de febrero, solemne, estoico, una vez de pie él mismo se colocó la venda en los ojos. Escuchó el accionar de los fusiles y luego el sonido de los disparos que impactaron contra su cuerpo. Un hondo eco y un olor a pólvora, como el remanente de una vida que se despedía, fueron percibidos por el grupo de militares que presenció la ejecución de un prócer de la patria, que en nombre de la misma vivió, luchó y también murió.

En la ritualidad propia de la justicia castrense, la ejemplaridad atribuida al fuero ordinario no resulta operante; es la fuerza del Estado la que importa, y ese alejamiento de la mirada pública puede que explique que este hecho haya pasado desapercibido en las representaciones artísticas, aunque también tal ejecución, al constituir una mancha en el historial del Ejército nacional contra el que posteriormente fue considerado un prohombre de la patria, ofrezca una razón de mayor peso.



Bibliografía


Méndez Pérez, Juan Ramón, “La traición en contra de un prócer. Proceso y martirio de don Vicente Guerrero”, en Francisco Alberto Ibarra Palafox (coord.), Juicios y causas procesales en la Independencia mexicana, México, Senado de la República / Instituto de Investigaciones Jurídicas-unam, 2010, pp. 263-322.

Ordenanza militar para el régimen, disciplina, subordinación y servicio del ejército, comparada, anotada y ampliada por que se observa al verificarse la independencia, con las disposiciones anteriores y posteriores hasta el presente año en que revisada previamente por la junta consultiva de guerra, se publica por disposición del Supremo Gobierno, t. III, México, Imprenta de Vicente G. Torres, 1852.

Zavala, Lorenzo de, Ensayo Crítico de las Revoluciones de México desde 1808 hasta 1830, t. II, México, Porrúa, 1969.

Vicente Guerrero

Biografías para niños, 1986.

Vicente Guerrero y lugares de memoria

Carmen Saucedo Zarco

Historiadora, egresada de la Facultad de Filosofía y Letras de la unam. Es subdirectora de Investigación Histórica en la Conservaduría de Palacio Nacional de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público. Es autora de las obras de divulgación Guadalupe Victoria (Planeta-De Agostini, 2002, 2005; Planeta/Gobierno del Estado de Durango, 2010) y Ellas que dan de qué hablar. Las mujeres en la Guerra de Independencia (inehrm-Inmujeres, 2010, 2011); y de trabajos de investigación como Los restos de los héroes en el Monumento a la Independencia. Estudio histórico, México, inah-inehrm, 2012 y “La Convención de las Provincias Orientales. Un proyecto de gobierno insurgente”, Zamora, El Colegio de Michoacán, 2014: 375-396.

Su nombre resonó con mayor fuerza a la luz de las declaraciones que José María Morelos, prisionero, hizo a sus juzgadores sobre el estado de la insurgencia bajo su mando. Acuciado por sus interrogadores, declaró que Vicente Guerrero operaba en las inmediaciones de Tlapa con un ejército de 300 costeños y numerosos indígenas.

El de Guerrero, con el de Ramón Sesma, Manuel Mier y Terán, Francisco Osorno y Guadalupe Victoria, fueron los nombres que encabezaron los objetivos militares del virrey Félix María Calleja, quien desde el Palacio Real expidió órdenes para cercarlos, pero sin lograr que fueran atrapados en los meses restantes de su gestión.

La insurgencia, aunque tenaz, perdió cohesión, en parte socavada por las rencillas internas y por la estrategia realista. Los enclaves rebeldes, aislados y acorralados, fueron mermados significativamente cuando el virrey Juan Ruiz de Apodaca blandió, con mucha fortuna, el arma del indulto, con lo que jefes de muy variada importancia se rindieron. No obstante, en los informes despachados por el virrey persistieron tres nombres: Nicolás Bravo, Guadalupe Victoria y Vicente Guerrero. Bravo cayó prisionero, Victoria se esfumó en la selva veracruzana y Guerrero se fortificó en el inaccesible sur, desde donde siguió extenuando a las fuerzas realistas. El restablecimiento del orden constitucional de la monarquía española en 1820 hizo creer a las autoridades de la metrópoli que los rebeldes cesarían en sus intenciones al otorgarse la participación política como parte de los derechos ciudadanos. Sin embargo, como Guerrero señaló desde su cuartel sureño, no fue reconocida la igualdad plena de los derechos, en directa alusión a la población de sangre africana. Tampoco los criollos militantes en las filas realistas estaban conformes, ya que la Nueva España continuaría bajo el mando de los peninsulares, condición inadmisible por las élites criollas cuyo nacionalismo se había acrecentado en los frustrados intentos de inclusión política e intelectual, así como por la indignación que causaba la constante sangría de caudales novohispanos destinados a la insaciable metrópoli.

La puesta en práctica de los derechos ciudadanos dio lugar a la elección de diputados provinciales, de diputados a Cortes y a los ayuntamientos constitucionales, lo que aceleró la politización de la población en todos los niveles y la libertad de imprenta dispersó las ideas, que fueron ampliamente discutidas, todo lo cual provocó desasosiego entre las autoridades, reacias a permitir tantas concesiones. El mismo Apodaca vio reducida su jurisdicción al ser nombrado Jefe Político Superior de la Nueva España, además de no estar de acuerdo con el rumbo que tomaban los asuntos de gobierno en la Península con la aplicación de la Constitución de 1812, que consideraba peligrosamente liberales.

La realidad fue propicia para que las fuerzas antagónicas de origen americano se acercaran. Ninguna de las partes podía vencer sin la anuencia e integración de la otra, y de eso fueron conscientes el mestizo insurgente Vicente Guerrero y el criollo realista Agustín de Iturbide. El pacto entre ambos, concretado en el Plan de Iguala el 24 febrero de 1821, contrarió a unos pero entusiasmó a muchos. En poco tiempo la trigarancia venció las escasas resistencias y levantó el ánimo de los mexicanos que abrazaron la llegada de la paz y festejaron la caída del régimen colonial.

Las tropas trigarantes y las insurgentes fueron las primeras en desfilar tras la bandera tricolor frente al Palacio. El último Jefe Político Superior de la Nueva España, Juan de O’Donojú, dio la bienvenida a los independentistas que tomaron posesión del viejo palacio virreinal para alojar al nuevo gobierno nacional. Como acto inicial y supremo en que se erigió la nueva nación, el 28 de septiembre de 1821 fue firmada el Acta de Independencia del Imperio Mexicano, con la notoria ausencia de los antiguos insurgentes.

La efímera concordia se diluyó en la marea de las divergencias políticas y la delicada situación económica. Iturbide se coronó monarca, los republicanos lo echaron, la República Federal fue declarada y los antiguos insurgentes se pusieron al frente del gobierno. Entre los debates del Congreso estaba el desagravio a los caudillos de la Independencia muertos durante la guerra y que se tradujo en el decreto del 19 de julio de 1823, que declaró beneméritos de la patria en grado heroico a Miguel Hidalgo, Ignacio Allende, Juan Aldama, Mariano Abasolo, José María Morelos, Mariano Matamoros, Leonardo Bravo, Miguel Bravo, Hermenegildo Galeana, Mariano Jiménez, Xavier Mina, Pedro Moreno y Víctor Rosales. Y el reconocimiento a los que vivían: Bravo, Victoria y Guerrero también fueron honrados por el Congreso como beneméritos de la patria. Los tres fueron triunviros en tanto se promulgaba la Constitución y los tres aspiraron a ocupar la titularidad del Poder Ejecutivo.

Durante los últimos meses del gobierno de Victoria, Guerrero fortaleció sus convicciones republicanas federalistas y con su popularidad venció a los que con desprecio lo llamaban “el negro Guerrero”. Los yorkinos ganaron la batalla a los partidarios de Manuel Gómez Pedraza a pesar de haber ganado éste por el voto de las legislaturas locales. Lo habían vencido a través de una firme red de alianzas y un motín que exaltó el ánimo popular en favor del antiguo insurgente en la capital del país: “... se presentó Guerrero y al pie del solio, leyó con voz alta la fórmula del juramento, después se colocó bajo el dosel (que también se estrenó y quedó magnífico), a la izquierda del presidente de la Cámara y leyó un discurso que es regular se imprima, pero leyó con energía y bien demostró el payo que sabe leer con desengaño de muchos que estaban ahí presentes”.

Así estampó en su Diario Carlos María de Bustamante el acto de la toma de posesión de la presidencia de la República del general Vicente Guerrero, ocurrida el 1º de abril de 1829. Se habían comenzado, unas semanas antes, los trabajos parlamentarios en el nuevo salón de sesiones de la Cámara de Diputados, bellamente construido en Palacio Nacional. Ese día se estrenó la sillería de bálsamo para los legisladores quienes, desde lo alto, estaban bajo la mirada de la Virgen de Guadalupe y del Dios omnipresente de los masones.

Su gobierno enfrentó severas críticas por su política económica. Deseaba proteger y fomentar la producción local y a la vez requería que las arcas tuvieran mayor captación fiscal. Estas medidas, más las que empleó contra la libertad de imprenta, le generaron confrontación con los estados, algunos de los cuales lo acusaron de centralista. El ejercicio del gobierno se llenó de pequeñas y grandes batallas arduas de pelear, pero fue el alegato de la falta de legalidad de su poder la espada con la que lo impugnaron sus opositores.

En diciembre del mismo año de su ascenso salió a combatir una guerra cuyos frentes se habían multiplicado en su contra. A la postre, el héroe de Tixtla fue burlado y llevado al paredón. No había tenido la misma fortuna en la política como la tuvo en el campo de batalla, donde honró su apellido con formidable audacia, y fue en este papel en el que su imagen perduró y en el que fue representado. Dos años después de su muerte, su nombre fue reparado con la ratificación del decreto que lo hizo benemérito de la patria y reafirmó su sitio en el catálogo de los principales actores de la lucha libertaria. Y junto con los otros héroes, se convirtió en patrimonio cívico nacionalista de los mexicanos.

Al arribar al añoso Palacio Nacional, Maximiliano dispuso la realización de la “Galería Iturbide”, un discurso pictórico para dar legitimidad, a través de las más señeras figuras históricas, a su gobierno. Para ello encargó una serie de retratos, de gran mérito académico, de Agustín de Iturbide, en su carácter imperial, y de los insurgentes: Hidalgo, Allende, Morelos, Matamoros y Guerrero, este último pintado por Ramón Sagredo en 1865. El pintor lo representó en uniforme de general, aunque con botas y capote de paisano que, con los personajes de su tropa, nos recuerdan su origen. El brazo derecho aparece flexionado, tal como le quedó después de un combate donde recibió una herida en el codo. Atrás reposan su espada, su sombrero paisano y el papel que alude al fin de la guerra y su avenencia, en aras de la unión, con Iturbide.

Más de un siglo después, al conmemorarse los 150 años de la Consumación de la Independencia, por decreto del presidente Luis Echeverría se mandó colocar en lugar preeminente de las sedes de los poderes la frase “La Patria es primero”, con la que Guerrero rechazó rendirse por intermediación de su padre. En virtud de ello, el lema fue inscrito en los salones de sesiones de las Cámaras de Diputados y de Senadores, en el salón del Pleno de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y, muy significativamente, en el muro de la escalera de honor de Palacio Nacional. Así, quienes componen los poderes de la Unión, en su ascenso al puesto y en su diaria labor, no pueden pasar por alto el fin y objetivo de su cargo.

Vicente Guerrero

Ramón Sagredo, 1865, óleo sobre tela, 285 x 205 cm.

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Vicente Guerrero

Tiburcio Sánchez, óleo sobre tela, 1880, 24 x 17 cm.

Falta
Pronóstico en el que José Joaquín Fernández de Lizardi erróneamente augura la derrota de Guerrero contra el imperio de Iturbide

1824, litografía, 22 x 17 cm.

Vicente Guerrero
“La Patria es Primero”

Félix Parra, Postal del Centenario, 1910, cromolitografía, 13.9 x 8.8 cm.

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Epopeya del pueblo mexicano (fragmento)

Diego Rivera, 1929-1935, mural, Palacio Nacional.

La segunda muerte de Vicente Guerrero.
Abolir la memoria en el ocaso de la Primera República

Rebeca Leticia Rodríguez Zárate

Licenciada y candidata a maestra en historia por la Facultad de Filosofía y Letras de la unam en el campo de la historiografía y la teoría de la historia. Sus temas de investigación giran en torno a la historia de la escritura y a la concepción occidental del mundo americano. Ha curado exposiciones en la Biblioteca Nacional de México y en el Archivo Histórico de la Ciudad de México. Actualmente pertenece al Colegio de Historia de la Escuela Nacional Preparatoria de la unam. En 2020 fue cocuradora de la exposición documental "Guerrero, la Patria es Primero" expuesta en el ahcm.

Era febrero de 1835. El Estado mexicano contaba los años de un adolescente y no se había cumplido aún ni un lustro del fusilamiento de Vicente Guerrero cuando el Congreso decidió derogar, es decir, dejar sin efecto, el decreto que mandaba conmemorar cada año la muerte del general.

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Casi todos reconocemos la importancia social de la memoria, pero ¿podemos identificar con la misma seguridad el papel que juega su contraparte, el olvido, en nuestras comunidades? Habrá que indagar acerca de las políticas proamnesia que han acompañado a la historia de nuestro país. ¿Es el decreto del 12 de febrero de 1835 un ejemplo de olvido público?

De acuerdo con el investigador Sergio Pérez Cortés, la palabra “olvidar” desciende de la latina oblitare u obb-litterae, que significa “borrar las letras”, “abolir” o “suprimir”. Entendido así, el olvido no es simplemente la ausencia del recuerdo, sino su cancelación. En este sentido, la decisión del Congreso de anular la remembranza de Guerrero correspondería puntualmente con la etimología de la palabra “olvido”. Pero, si éste tiene como condición la existencia previa de un recuerdo, entonces, para el caso que nos ocupa, es necesario profundizar en el significado que tuvo la conmemoración del aniversario luctuoso antes de eliminarse.

Fondo Gobierno del Distrito Federal

Bandos, leyes y decretos, caja 7, exp. 35, 1835.

El primer decreto conmemorativo de la figura heroica de Guerrero fue promulgado por el presidente Antonio López de Santa Anna casi al finalizar 1833. Faltaban unos cuantos meses para que se cumpliera el tercer aniversario del fusilamiento del caudillo insurgente. El documento estableció que los restos del suriano fueran conducidos a la capital para depositarse junto a los de los héroes de la Independencia, pero llama la atención el siguiente fragmento: “el ciudadano Vicente Guerrero mereció hasta su muerte el título de Benemérito de la Patria”. La sentencia restablece la virtud del fusilado que, al merecer el honor de la Patria hasta el último momento, se convierte en víctima de una injusticia. Este primer decreto conmemorativo da a la ejecución de Guerrero el aspecto de un crimen.

Fondo Municipalidades, Sección San Ángel

Serie Comunicados, bandos, caja 26, exp. 962, fs. 21, 1833.

De entre todos los elementos que podrían haberse retomado para la conmemoración de Guerrero, los primeros decretos enfatizaron el momento de la muerte. En la década de 1830, por ejemplo, los discursos cívicos en torno a la heroicidad de Hidalgo o de Iturbide se pronunciaron en los aniversarios del inicio de la guerra o de la consumación de la Independencia y destacaron aspectos de su actuación; pero en el caso de Guerrero, entre 1833 y 1834 no se acentuaron actos heroicos de su vida, sino su injusto final.

El 12 de febrero de 1834 el Congreso general acordó celebrar anualmente un solemne aniversario cívico en conmemoración de la “ilustre víctima de Cuilapam”. Al día siguiente se estableció el programa que incluía cañonazos en la Catedral y una procesión que concluiría en un templete frente a Palacio para pronunciar una oración fúnebre. Se previno también colocar símbolos de duelo por todo el recorrido que harían las autoridades y funcionarios vestidos de luto.

Fondo Gobierno del Distrito Federal

Bandos, leyes y decretos, caja 6, exp. 53, 1834.

Los miembros del Ayuntamiento de la Ciudad de México fueron los encargados de organizar la ceremonia “en el estrechísimo tiempo de veintinueve horas”. Reunidos en cabildo extraordinario alrededor de las 11 de la mañana del 13 de febrero, los miembros del cuerpo acordaron comisionar al secretario José María Alcocer para que se hiciera cargo de los preparativos, mismo que tuvo que abandonar la sesión para darse prisa con la compra de provisiones. Minutos después se presentó en la reunión el gobernador del Distrito Federal para precisar los detalles de la ceremonia. Había sido enviado directamente por Valentín Gómez Farías, quien ocupaba la vicepresidencia y en esos momentos ejercía el Poder Ejecutivo.

Se mandaron imprimir las invitaciones suplicando patriotismo para asistir a “solemnizar como es debido” la “memoria del ilustre caudillo sacrificado en Cuilapam”. Siete costureras, junto con el secretario Alcocer, su familia y sus criados, pasaron la noche en vela cosiendo moños negros de seda, clavando y colgando tapices de muselina para el salón de cabildos y la calle, y para adornar un retrato del general Guerrero.

Como puede apreciarse, las primeras conmemoraciones se concentraron en la idea del luto patrio por el “sacrificio” de una “víctima” ilustre y benemérita. Las características de la conmemoración necesariamente implicaban el señalamiento público de verdugos y criminales que “directa o indirectamente contribuyeron a la muerte de Guerrero”. En el mes de marzo del mismo año, el Congreso decidió expulsar del ejército y prohibir cualquier empleo federal a los victimarios. Se trató específicamente de una medida en contra de Anastasio Bustamante y su grupo político, pues el decreto menciona su responsabilidad también por la muerte de Juan Nepomuceno Rosains y Francisco Victoria, quienes fueron fusilados por oponerse a la presidencia de Bustamante en 1830.

Escapulario usado por Vicente Guerrero al momento de su muerte.

No debe sorprendernos el especial interés que Valentín Gómez Farías puso en esta primera conmemoración de la muerte de Guerrero, pues hacer justicia al insurgente tuvo un efecto político práctico: reducir la amenaza que representaba el grupo de Bustamante al proyecto de tintes liberales impulsado por Gómez Farías. ¿Qué ocurrió entonces un año después? ¿Por qué el Congreso decretó olvidar la muerte de Guerrero como si se tratara de un nuevo fusilamiento, de una segunda intención de eliminarlo de la historia?

Desde abril de 1834 se había nombrado un nuevo Congreso que, amparado en el beneplácito de Santa Anna, buscó limpiar las huellas de Gómez Farías y sus seguidores, a quienes consideraban radicales por sus planteamientos contra el clero y el ejército. De tal manera que, en los días previos al cuarto aniversario luctuoso de Guerrero, en la Cámara de Diputados se derogó el decreto sobre su conmemoración. En su lugar, se acordó colocar con letras de oro en la sala del Congreso el nombre del “héroe de Iguala”, es decir, Agustín de Iturbide. Mediante este acto, la gente de Bustamante enterraba a sus opositores promoviendo el olvido de su criminal muerte.

“Dime qué olvidas y te diré quién eres”, afirmó el antropólogo Marc Augé. La frase puede resultar intimidante, pero también sugestiva: ¿sería posible reconocer el carácter de una comunidad a partir de los elementos del pasado que pretende borrar? Quizá no, pero este caso nos obliga a reconocer la trascendencia que tuvo la conmemoración y el olvido dentro de la cultura política del joven Estado mexicano y nos invita a reflexionar sobre las formas en que nuestra cultura histórica es moldeada. Para ti, ¿qué significado tendría hoy la conmemoración de Vicente Guerrero y su legado?, ¿qué lugar ocupa en ella el olvido colectivo?

Fondo Ayuntamiento-GDF

Funerales y ceremonias fúnebres, vol. 1108, exp. 6, fojas: 72. Año: 1834-1915.

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