Memórica. México, haz memoria y el Museo de Arte Moderno (MAM) rinden, en estrecha colaboración, un homenaje al maestro Juan Soriano en el centenario de su nacimiento, a través de esta singular exposición en la que la palabra escrita es la protagonista y el complemento de la trayectoria plástica de un gran artista. No sólo hablan los documentos escritos que la nutren; el germen mismo de la muestra es, a su vez, un texto de Carlos Molina, curador en jefe del MAM, que cobija y amplía la fascinante presencia de Soriano en el panorama del arte mexicano.
Quienes conocieron a Juan Soriano con frecuencia refieren la peculiar manera con que manejaba el lenguaje. La suya era una literalidad en cada frase que dotaba a las palabras de una proximidad sin ambages con la verdad, un uso de la expresión genuino como en la niñez, despiadado como en las máximas de los ancianos. Habría que explorar su veta como artífice de la palabra, ya sea cuando componía frases para decirlas, ya cuando escribía cartas de una muy particular sensibilidad. Lo primero parece salirle naturalmente, es su personalidad y talento con la enunciación; lo segundo exige pensar el orden óptimo para un mensaje y escoger los vocablos que se han de trazar sobre una página. Por otro lado, está claro que el arte no es solamente el despliegue de valores plásticos, sino también la conversación a la que dan lugar las obras, el entendimiento entre el artista y sus públicos diversos.
Juan jugaba a inventar obras de teatro para sus títeres, componer escenografía y telones para las presentaciones donde volvía realización plástica lo que imaginaba. Sus personajes provenían de una pretensión ilustrada y universalista propia de la educación pública la mitología grecolatina, contrastados con ese universo regional y doméstico que se puebla de ángeles, santos y mártires cristianos. Soriano tiene 15 años cuando presenta su primera exposición en Guadalajara. Aquel amigo de su hermana Martha, Alfonso Michel, lo presenta con Inés Amor; la galerista se convierte pronto en confidente y promotora de Juan. Es ella quien apunta primero al modo de decir las cosas de Juan, ya en la pintura o con las palabras.
Juan Rodríguez Soriano nace el 18 de agosto de 1920, en Guadalajara, Jalisco, rodeado de figuras femeninas. Sus 13 tías, vestidas de negro, permanecerían unidas indisolublemente a sus recuerdos de la infancia. Las otras mujeres fueron su madre, Amalia Montoya Navarro, sus cuatro hermanas, Martha, Cristina, Rosa y Carolina, y su nana Mari. Él era el único varón de la familia, junto con su padre Rafael Rodríguez Soriano de quien toma el apellido materno. Pasó su infancia y adolescencia en Jalisco, y siempre reconoció que esos primeros 15 años de su vida lo marcaron profundamente. Particularmente evocaba unas figuras de maíz con formas de animalitos que le hacía Mari para entretenerlo mientras estaba la comida; él solía afirmar que con ellos había nacido el amor que profesó siempre por la escultura.
Juan Soriano fue siempre un artista versátil; comenzó su carrera pintando al óleo y desde muy joven figuró en aquel debate que constituía al mundo del arte en México. Próximo a los poetas Xavier Villaurrutia y Octavio Paz, comenta su obra con críticos como Jorge Juan Crespo de la Serna, discute técnica y vocación con Julio Castellanos, Emilio Baz Viaud y Agustín Lazo. Fue incluido en la exposición Twenty Centuries of Mexican Art presentada en el MoMA de Nueva York en 1940. En la que sería una pausa entre viajes hizo el vestuario y escenografía para el grupo de Poesía en Voz Alta, aquel experimento teatral extraordinario donde Juan José Arreola transmite el conocimiento académico francés sobre la enunciación, se montó a Sófocles, se innovó al escenificar versos y donde Soriano colaboró con Leonora Carrington y Héctor Mendoza.
Su hermana mayor, Martha, fue quien lo introdujo en el mundo bohemio de la Ciudad de México; gracias a ella conoció a las figuras más destacadas de la cultura nacional. Soriano recordaba que el Café París, en la avenida 5 de mayo, era el centro de reunión más importante de la capital: ahí se encontraban a menudo artistas e intelectuales, entre ellos la fotógrafa Lola Álvarez Bravo, los pintores María Izquierdo, José Chávez Morado, Gabriel Fernández Ledesma y su esposa Isabel Villaseñor, los escritores Celestino Gorostiza y Xavier Villaurrutia, a quien hizo un espléndido retrato, y sobre todo dos personas que marcaron su existencia: Lupe Marín, cuya personalidad le fascinó desde el inicio y se convirtió en un motivo constante de inspiración, y su gran amigo y maestro Octavio Paz con quien emprendería la aventura teatral Poesía en Voz Alta.
Juan Soriano trabajaba en ese entonces con el pintor Santos Balmori, quien lo inscribió en la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios (LEAR), con cuyas posturas políticas radicales no coincidía. Sin embargo, esto lo ayudó a exponer en dicha institución en donde pronto notó que el nacionalismo y el arte oficial no le atraían. Para Balmori realizaba toda suerte de encargos y tareas domésticas: lo ocupaba de mandadero, de acomodador y también le pedía pinturas, mismas que colocaba en un atril para señalarle algunos comentarios que Soriano no siempre tomaba a bien. Cierto día su hasta entonces protector quiso prohibirle que siguiera asistiendo al Café París porque consideraba que Octavio Paz sería una mala influencia para él; ése fue el último día que le barrió el estudio.
Jorge Juan Crespo de la Serna califica a Juan Soriano de “serafín”, uno de esos espíritus celestes inmediatos a dios en el coro divino y superiores en jerarquía a los querubines. Consciente del significado de la metáfora angelical, Crespo dice que ése no es sólo un jovencito hermoso, sino que refiere a su simbología con la pureza y recoge esa cifra devocional, en este caso no con el creador sino con el arte. El crítico advierte sin embargo, que Juan es un pingo, un muchacho travieso. "Picaresca" es el segundo término que Crespo emplea para explicar la pintura de Soriano; aquel subgénero popular literario, donde se narran las desventuras de uno que se aparta conscientemente de la virtud y no obstante es crítico necesario para su sociedad. Es un pariente moderno del quiliasta medieval y en gran medida ése es Soriano para la pintura en México en el siglo XX. El quiliasta es el loquito que anuncia a voz en cuello que el fin de los tiempos, la renovación última están cerca y Juan Soriano trajo consigo ese signo para el arte en México hacia 1940.
Cuando la Galería de Arte Mexicano abrió en el número 18 de la calle de Milán, en la Colonia Juárez, Soriano expuso ahí y debió tener apenas 19 años. Había llegado de su natal Guadalajara en 1935. Era el más joven de un grupo de artistas e intelectuales donde estaban María Izquierdo, Octavio Paz, José Chávez Morado, Lola Álvarez Bravo y Santos Balmori. Entusiasmado con la cercanía de quienes trabajaban en la cultura y nutriéndose del talento de gente mayor que él, se vuelca a formar parte de esa inercia creativa. Comparte también la dinámica socializadora de ese grupo versátil. Muchos cuentan que así como era reconocible su don al pintar, eran innegables el carisma y el atractivo juvenil de aquel Juan. Un guapo muchacho al que le gustaba animar las fiestas y los corazones, tequila y tertulia de por medio, con lo que decía, con la puesta en escena de su personalidad sin tapujos.
Jorge Crespo de la Serna (1887-1978). Artista, historiador de arte y colaborador de Adolfo Best Maugard en la reforma educativa de la enseñanza de las expresiones plásticas en los años veinte, en la que rescatan las raíces populares de México. Se formó en Viena, en la Academia Imperial y Real de Bellas Artes. Entre 1931 y 1934 trabajó al lado de José Clemente Orozco mientras éste realizaba los murales en la Universidad de Pomona en California y en el Palacio de Bellas Artes en México.
Juan Soriano tenía 25 años cuando tuvo su primera exposición individual, en la Galería de Arte Mexicano de Inés Amor, a la que hace referencia el escrito, a pesar de su juventud, y de no haberse formado académicamente (sólo tomó, por tres días, una clase de desnudo en la Academia de San Carlos con el pintor Manuel Rodríguez Lozano, quien criticaba su manera de pintar, razón por la cual decidió no regresar jamás). Inés Amor debió enfrentar opiniones adversas como la de José Clemente Orozco, quien no consideraba prudente montar la exhibición de un pintor poco formado a quien no consideraba importante.
Juan no piensa detenidamente lo que ha de decir, simplemente enuncia su sentir. Si a finales del siglo XIX se romantizó al genio creador, perfilando al artista como un individuo atormentado o en extremo sensible e iluminando la oscuridad de la industrialización y el colonialismo desde la titilante luz de su esfuerzo estético; la misma operación es verificable durante el siglo XX cuando discursos colectivos identitarios, como la definición de género o la agenda política de las mujeres como sujeto que reclama escenario público, recurren a la historia personal de individuos para aludir a aquellas luchas culturales con el anecdotario de quien hace arte. Como meta-narrativas, como grandes sujetos de la historia, aquí observamos correlato primero para Progreso, en el segundo caso para Democracia. La pintura de Juan Soriano es el punto de inflexión para el abandono del Progreso como tema, el abrazo de la diversidad y su dimensión estético-política.
Juan Soriano en consecuencia es honesto y no distingue entre su ser personal y un personaje público al que haya que reconocer como el artista.
Diego de Mesa (1912-1985), hijo del poeta modernista español Enrique de Mesa, publicó en México, a finales de la década de los cuarenta, su único libro Ciudades y días (1941), en el que narra líricamente las experiencias vividas por su protagonista al inicio de la guerra civil española y hasta su forzado exilio. Involucrado sentimentalmente con Soriano, le pide que ilustre la nueva edición del libro, experiencia que el pintor reconoció como un acto simbólico, un evento que marcó profundamente su estilo artístico.
Los críticos literarios de la época supieron apreciar los dibujos de Soriano en el libro de Diego de Mesa. En la Revista de la Universidad de México, de febrero de 1949, Justino Fernández escribió: “Juan Soriano ha ilustrado Ciudades y días con verdadero tino, pues sus viñetas cierran y abren los capítulos en forma tan adecuada que completan y deleitan, en vez de estorbar, como es frecuente, la lectura del texto. Así la tipografía se dignifica y viene a ser un verdadero arte”.
Diego de Mesa fue uno de muchos emigrados españoles que llegó con el fin de la guerra civil a México. Se trató del compañero de vida por supuesto, pero sobre todo de un maestro del mismo modo que lo fueron los poetas Xavier Villaurrutia y Octavio Paz. De ellos oyó sobre Federico García Lorca al que habían conocido; con ellos leyó un repertorio mitológico, supo de lo Dantesco, termina con el poeta italiano Ludovico Ariosto. Hombres de una amplia cultura y que dan profundidad al universo de referencias culturales que Soriano comenzará a pintar. Son ellos quienes lo ponen en contacto con eso que Occidente llama su tradición clásica: Grecia, Apolo y las musas, la leyenda y el heroísmo que los romanos glosan de lo helénico.
Las charlas se llevaban a en el Café París donde se reunían los “transterrados”, unos talentos en ciernes como Juan mismo, otros enormes como María Zambrano, León Felipe y José Gaos. La consecuencia de aquella proximidad tenía que, también, ser pasión compartida. Fueron 16 años de comedia romántica y tragedia, altibajos y un final anunciado, la vuelta a la capital de la antigüedad para que los amantes se despidan.
Al finalizar la guerra civil en España, en 1939, el presidente de México Lázaro Cárdenas prestó ayuda al Gobierno Legítimo de la República Española, derrocado por Francisco Franco. Permitió que llegaran al país numerosos exiliados, entre ellos artistas e intelectuales, quienes enriquecieron nuestro panorama cultural; no de ellos fue sin duda Diego de Mesa.
Cuando niño, su hermana mayor le presentó un día a Alfonso Michel, un pintor de Colima, parte de su círculo de amistades. Juan lo describe como un “joven guapo y rico” que luego le advertirá: “serás pintor”. El texto se hizo para la segunda exposición de Michel en la Galería de Arte Mexicano de Inés Amor en 1953. Con este apunte resulta claro algo que Soriano podría haber dicho de todos quienes entonces se volvían sus amigos y sus maestros. El arte y la literatura de aquel momento estaban conformados por una pléyade de creadores donde Juan era el más joven. Su inteligencia fue tal que de todos admitió crítica y comentario para enriquecer su aprendizaje. Además, es común en la tradición de Occidente ese diálogo adivinatorio que en algún momento ocurre entre un genio reconocido y un artista en ciernes: Cimabue se lo dice a Giotto en Florencia hacia 1300; Rembrandt se lo anuncia a Van Hoogstraten; ésa es la naturaleza del vínculo entre Pissarro, Cézanne y Van Gogh. Juan Soriano y Alfonso Michel tendrán una última oportunidad para conversar, en la cama del hospital donde murió el colimense en 1957. El tema que escogieron era también el arte; Juan escribe años después que hablaron de la música y de la agonía.
El pintor colimense Alfonso Michel (1897-1957) fue el primero en ver unas acuarelas de Juan Soriano por ser amigo de su hermana Martha, quien las tenía en su poder cuando todavía vivían en Guadalajara. Le gustaron tanto que las pidió prestadas a su autor para observarlas con calma. Pasaron los años y se volvieron a reencontrar ya en la Ciudad de México en una exposición individual de Soriano en la Galería de la UNAM en 1941. Michel le recordó que seguía conservando aquellas acuarelas y ofreció devolvérselas.
El también artista y anticuario Jesús Reyes Ferreira (1880-1977), famoso por sus pinturas de caballos y de gallos, ofreció a Juan Soriano un trabajo en su tienda de antigüedades, cuestión que le permitió al joven artista entrar en contacto con un nuevo universo plagado de libros y objetos. Él tenía permiso de tomar todo lo que deseara, con la única condición de tener las manos bien lavadas. Chucho Ferreira, como era conocido, al igual que Alfonso Michel vieron muy pronto su enorme potencial de pintor.
Los dibujos que adornan las cartas de Juan Soriano en aquella época tienen la peculiaridad de estar resueltos con muy pocas líneas. El mismo trazo, hombro y brazo de un tritón es decidido e inequívoco, como cuando se escribe otra letra o cuando el vocablo pensado se torna palabra escrita. Con un mismo gesto dibujístico configura perfil, vestido y colapez para una sirena que también es reina. De observaciones como ésa podemos inferir que hay un linde, una frontera entre la imagen y la palabra, que es cifra plástica y que se le vuelve automática a Soriano. Si es elocuente con lo que dice, es porque le imprime fuerza desde el mismo sitio con que piensa y ejecuta la representación. Juan Soriano opera a la mitad del camino entre los vocablos y la iconografía con la misma potencia, de allí que nos gusten tanto ambas. De allí que se vuelva necesario estudiar también su capacidad como artífice de la palabra.
Confrontación 66 fue el nombre de aquella exposición en la que, desde el Palacio de Bellas Artes y al menos mediáticamente, realismo y ruptura se enfrentan. Allí estuvo como piedra de toque el Pez luminoso.
En 1953 Diego de Mesa ya era empleado de la Food and Agricultural Organization (FAO), con sede en Roma, en donde desempeñaba labores de traducción, motivo por el cual se instaló en dicha ciudad. Juan Soriano pronto lo acompañó y se quedó a vivir ahí por tres años, en los que tuvo la oportunidad de conocer espacios nuevos y ricos en expresiones artísticas, conoció los vestigios de Venecia, Siena, Ferrara, Florencia, los hermosos mosaicos de Ravena, y los pequeños pueblos en donde recuperó el gusto por pintar ventanas porque le recordaba las de Guadalajara.
Confrontación 66 fue como se conoció a una exposición que causó mucha polémica a su alrededor, porque en ella jóvenes autores se enfrentaban abiertamente a la tradición del nacionalismo en el arte mexicano. Su título oficial fue “Salón de Pintura Confrontación”. En su convocatoria se señalaba que los aspirantes debían haber nacido después del 1 de enero de 1920, justo el año del nacimiento de Juan Soriano. La muestra se inauguró el 28 de abril y estuvo abierta hasta finales de 1966 en el Palacio de Bellas Artes.
Para Juan toda imagen es un sitio a la mitad del camino entre la cotidianeidad y lo fantástico, es decir, poesía. La pintura de Soriano está emparentada con la de Rufino Tamayo desde el desdén al camino que marcan los Tres Grandes (Rivera, Tamayo y Orozco), la paleta vibrante y la recurrencia a tradiciones que para Occidente tienen un arco de largo alcance entre la modernidad y Medio Oriente. De esa angelical placidez contemplativa y de las constantes alusiones de Soriano mismo sobre el rescate de su propia alma que hacía a través del arte, es que Carlos Monsiváis decía de Soriano que tenía al arte como religión, que casi niño había descubierto que copiar lo real y su sentir al respecto sobre una hoja en blanco era comulgar con la forma y la sensibilidad común a todo ser humano.
En esa búsqueda de universalidad en el arte, viaja, entre 1950 y 1956, dos veces a Europa. Aquello sirve para conocer artistas consagrados, reconocer tradiciones exportadas por la Colonia y volver a mirar con distancia gestos identitarios que lo harían conciliar un conflicto entre lo humano y el nacionalismo mexicano. Comienza por Roma, el idioma italiano y la sublime morbidez con que el catolicismo cifra sus imágenes devocionales. Continúa con Grecia, Creta y las culturas isleñas del Egeo. En aquellos viajes cobra sentido visual a plena conciencia y el universo de referencias que arrastraba desde pequeño.
En el viaje a Creta a finales del año 1954, Soriano rememoraba los relatos que años atrás le compartía Carlos Pellicer, quien incorporaba la mitología griega a su vida cotidiana. Por ejemplo, en los recorridos que hacía con sus discípulos a Tepoztlán, en donde los invitaba a sumergirse en las aguas del golfo de los corintios y a conocer los misterios eleusinos. Cuando Soriano finalmente conoció aquellos lugares que tan vehementemente refería el poeta le parecieron mucho menos seductores que en la voz de Pellicer.
La sensibilidad para la escritura, la descripción compartida de vivencias con quien recibe las cartas, o la elucidación de contenidos que a la distancia efectuamos como hermenéutica de Juan el hombre, y de Soriano el artista, están allí contenidas. Las cartas son la conciencia y voz, incognoscibles en vida del autor, venero de significado como legado documental hoy en día. La letra de Soriano es libre, su trazo rápido; parece estar claro de lo que intenta decir, pero impaciente con la caligrafía y el espacio temporal entre estas palabras que piensa y su lectura por aquel que las escuchará en su lectura. Soriano se salta las convenciones propias del género epistolar; rara vez hay coherencia narrativa en lo que escribe, comparten solamente su particular estado de ánimo aquel día y reiteran apego y distancia con el ser amado. Es decir, son espontáneas.
Tan sólo unos meses antes de la escritura de esta sensible carta a Diego de Mesa, éste había escrito, a su vez, un extenso artículo para el periódico Novedades en el que narra las últimas actividades del artista.
El año en que está fechada esta carta coincide con la fundación del grupo Poesía en Voz Alta, iniciativa de la Dirección de Difusión Cultural de la UNAM, con Jaime García Terrés a la cabeza y con la coordinación de Héctor Mendoza del Teatro Universitario. El grupo convocó a Octavio Paz y a Juan José Arreola como los primeros directores literarios del proyecto, cuyo objetivo era escenificar la poesía. Creadores como Leonora Carrington y Juan Soriano serían algunos de los encargados de realizar el vestuario y la escenografía de los montajes.
En abril de 1960, Poesía en Voz Alta montó bajo la dirección de Diego de Mesa Electra, cuya escenografía fue realizada por Soriano. En ella casi todo era de color negro, lo cual suscitó mucha controversia y opiniones divididas. Rafael Solana y Luis G. Basurto crearon el premio al “peor escenario en los últimos 20 años” y el ganador fue Soriano, quien lejos de ofenderse aceptó el nombramiento.
Tras un ir y venir de Roma a México, Juan Soriano acepta un contrato en París para hacer grabados; ahí finalmente se establece (más tarde comprará un apartamento en el número 9 del Boulevard San Martin). El año 1975 marcará un cambio radical en la vida del autor, pues después de una larga y profunda depresión conoce a Marek Keller, quien transforma, para bien, su quehacer, y se ocupa de la organización y el cobro por ventas muy antiguas que no habían sido saldadas. Pronto toma las riendas de los asuntos que restaban tiempo de creación al artista y éste conoce por fin la estabilidad económica y emocional. Aunado a ello, en 1978 obtiene la beca de apoyo a pintores de Televisa, con la cual realiza 60 obras pictóricas con absoluta libertad creativa.
Los últimos años de su vida, ya de vuelta en México, se vuelca de lleno en la creación de esculturas de gran formato, gracias al apoyo de los arquitectos Teodoro González de León y Ricardo Legorreta, quienes pensaron que sus piezas de pequeño formato podrían devenir monumentales para ser ubicadas en espacios públicos para el deleite de la sociedad. El gran maestro Juan Soriano falleció a las 5:10 horas del 10 de febrero de 2006 debido a un paro cardíaco producto de una neuroinfección que lo aquejaba. Con su partida se cierra una existencia intensa en todos los sentidos, que ha dejado una vasta obra que forma parte de la memoria cultural de México.
En este apartado ofrecemos dos publicaciones consagradas a la vida y obra del maestro Juan Soriano, mismas que permiten ahondar en las diversas técnicas plásticas a través de las cuales logró expresar su universo interior. En Juan Soriano. Libre en el espacio tienen cabida abundantes dibujos del artista, incluidos los que elaboraba como base para la elaboración de vestuarios teatrales y los retratos que hacía de sus amigos íntimos como Octavio Paz y Ana Mérida, además de un importante apartado dedicado a sus esculturas de mediano formato y las grandiosas esculturas monumentales que trabajó al final de su vida. En Juan Soriano: Abstracción en libertad podemos aproximarnos a su vibrante obra pictórica y a una interesante selección de su legado inspirado por Lupe Marín, además de sus esmaltes y una muestra de sus esculturas. En ambas publicaciones se pueden leer textos relevantes y semblanzas a manera de cronologías que enriquecen y contextualizan la fascinante experiencia de aproximarse al universo de Juan Soriano.
Amor, Inés, Una mujer en el arte mexicano, memorias de Inés Amor, UNAM-IIE, México, 2005.
Catálogo para la exposición que celebra juntos al Museo del Palacio de Bellas Artes y a Juan Soriano como pintor, “Conmemoración del XXV Aniversario del Museo Nacional de Arte Moderno, Palacio de Bellas Artes y 25 años de pintura de Juan Soriano, INBA/SEP, 1959.
Conde, Teresa del, Ruptura y sus antecedentes: Gráfica, Boletín del Museo Fernando García Ponce, núm. 7 (abril-junio de 2014).
Fernández, Justino, “Diego de Mesa escritor - Juan Soriano Ilustrador”, en Revista de la Universidad de México (febrero de 1949).
Luviano, Rafael, “La realización del arte como fervorosa religión de infancia”, en El Búho de Excélsior (abril 14, 21 y 28 de 1991).
Monsiváis, Carlos, “Mínima crónica. Juan Soriano en sus 70 años”, Catálogo Juan Soriano 70 años, Instituto Cultural Cabañas, Jalisco, 1990.
Paz, Octavio, Generaciones y semblanzas, Obras completas (edición del autor), Círculo de Lectores/FCE, cuarta reimpresión, 2006.
___, “Rostros de Juan Soriano”, en Los privilegios de la vista II, Obras completas (edición del autor), Círculo de Lectores/FCE, cuarta reimpresión, 2006.
Poniatowska, Elena, Juan Soriano: Niño de mil años, Plaza y Janés, México, 1998.
“Soriano y el laberinto mediterráneo”, en Novedades (11 de marzo de 1956).
Unger, Roni, Poesía en voz alta, INBA/UNAM (Col. Teatro), México, 2006.