Çecilias Rodarte*
Tantas veces me ha ocurrido estar frente a una puerta y querer atravesarla. Caminar al lado de una ventana y asomarme con enorme curiosidad: ¿cuántas historias contiene una habitación? Los documentales Cada cosa tiene su historia y La memoria es un músculo, de la directora Carolina Kerlow (1957), nos conceden esa cualidad fantasmal de vivir por un momento en la casa de alguien más.
Carolina Kerlow, pintora y realizadora cuya vida ha girado en torno a la creación, comenzó con el teatro cuando estudió en el Colegio de Literatura Dramática y Teatro de la unam a mediados de los años setenta, para luego participar en montajes como Asesinato en la catedral, de T. S. Eliot, y Los perros, de Elena Garro. Estudió iluminación con Alejandro Luna y colaboró en varias puestas en escena. Su ópera prima fue Los hijos de la nube (1983), que gira en torno al desierto y al pueblo saharaui. En 2007 produjo y correalizó para TV UNAM, junto con Marcos Límenes, el programa Naturaleza quieta (que logró cumplir más de 10 años de transmisión), cuyo eje temático era la creación de artistas plásticos, cineastas y escritores.
Su trabajo devino en un mediometraje documental titulado Cada cosa tiene su historia (2012), un tributo a su padre Max Kerlow, para el que recibió el apoyo del Fonca para su realización. Este documental de corte intimista obtuvo Mención Honorífica en el VII Festival Internacional Contra el Silencio todas las Voces, en la Ciudad de México, y fue parte de la Selección Oficial del XIV Festival Internacional Santiago Álvarez in memoriam, en Santiago de Cuba, 2015.
Max Kerlow, cuya trayectoria abarca varios mundos, nació en la Ciudad de México, en la que vivió hasta sus 88 años. La película comienza con un vistazo al interior de su casa, en la que podemos apreciar libros, videos, obras de arte, artesanías, lápices y pinceles: todo ello forma una “unidad total”, como él mismo la llama. La cinta recuerda una visita a casa de los abuelos donde fotografías antiguas y objetos despiertan poco a poco ante las narraciones de Max.
La Ciudad de México se teje con su historia: la calle de Sinaloa donde nació Max (en el hospital inglés donde “nacían y morían todos”), la fábrica de su padre en la calle Luis Moya que aparece en una fotografía manchada por el tiempo y el hijo de la portera (gracias a quien Max quiso ser pintor). Mientras hojea sus libretas de dibujos continúa contando cómo acabó estudiando arquitectura luego de terminar la preparatoria en San Ildefonso, ya que era un enorme desafío sobrevivir como pintor.
En la Academia de San Carlos, al ingresar en arquitectura, conoció a quienes serían sus mejores amigos de por vida: el pintor de arte naïf Luis Jaso (de quien Carolina Kerlow produjo un programa biográfico para Canal 22 titulado Luis Jaso. Entre desnuditas, gatos y flores) y Farnesio de Bernal, quien será también protagonista de otra faceta de esta historia con el documental que Carolina Kerlow dirigiría más tarde.
Las historias llegan todas juntas a su vida: la arquitectura, la actuación, la pintura, la comuna en la calle de Oaxaca, el matrimonio. Cuando la arquitectura dejó de dar frutos incursionó en la artesanía junto con Manuel Felguérez y José Wilmont y abrió una tienda en la Calle de la Amargura en San Ángel, lo que coincidió con su primera película con Juan José Gurrola: La confesión de Stavroguin, en 1963. Fue un actor prolífico con 103 películas en su filmografía, y trabajó con directores como Paul Leduc, Felipe Cazals, Arturo Ripstein, Jaime Humberto Hermosillo y muchos más.
Dentro de su trayectoria como artesano realizó muchos proyectos; destaca el que desarrolló con Felipe Ehrenberg, quien fue uno de sus primeros asistentes. En conjunto inventaron una técnica para pintar sobre papel amate, misma que enseñaron a diversos indígenas en el café-galería La Amargura. En fin, escuchar a Max Kerlow es introducirse a la vida cultural que lo rodeó en la Ciudad de México durante su vida.
En ese mismo tiempo discurría en la ciudad la vida de su gran amigo Farnesio de Bernal, quien en 2016 sería tema para el siguiente mediometraje de Carolina Kerlow: La memoria es un músculo, que presentó en 2017, dedicada a la memoria de Luis y Max.
Farnesio de Bernal (próximo a cumplir 96 años) nació en Zamora, Michoacán, donde vivió la primera parte de su niñez. Debido a la guerra cristera lo mandaron a la Ciudad de México con la familia del abuelo y sus 16 hijos. Caminando por las calles de la ciudad, Farnesio nos relata cómo, donde ahora hay un estacionamiento público, antes estaba la vecindad en la que él llegó a vivir. Frente a ella se encontraba su escuela, también desaparecida, y a un lado perdura el Templo de la Inmaculada Concepción, donde asistía a misa. Recuerda aquel tren que desde el Monumento a la Madre se escuchaba hasta su casa, en el centro, antes de que la ciudad fuera habitada por ruidos constantes. En el interior de Farnesio pervive aún el Río Consulado, que entonces era un río verdadero; también un campo de golf en el que encontraba pelotas perdidas y que ahora ha sido invadido por los edificios. Un pálido espíritu de otra Ciudad de México aparece ante nuestros ojos: las estrellas en el cielo podían verse entonces...
Así, al escucharlo, parece que la memoria es un eco de la ciudad: sobrevive aún invisible en la memoria de quienes la caminaron tiempo atrás. Me hace evocar aquel idéntico recuerdo que muchas veces platicaba mi propio abuelo en las comidas familiares: jugar en Avenida Reforma en plena calle, y en El Ángel, cuando de pronto se aproximaba un coche. Entonces regresaban a las banquetas donde lo miraban pasar para luego reanudar corretizas y otros juegos, como la Roña. Pasados unos 20 minutos se veía a lo lejos otro automóvil que los hacía interrumpir el juego, y así, sucesivamente, el día transcurría.
En aquella ciudad sólo en Semana Santa había buenas películas, pero para la tía de Farnesio era pecado ir (y también bañarse); sin embargo, encontraron un truco: antes de ir al cine rezaban un rosario. El más caro era el Alameda. Luego el Balmori en la colonia Roma, y los más baratos, a los que él iba: el Rívoli, el Lux y el Roxy. Recuerda de pronto una sala en la que programaban cintas viejas: “yo todavía sueño que vengo a ese cine, fíjate”, le escuchamos decir.
Ya que Farnesio tenía inclinaciones artísticas, como tocar el piano, su padre le sugirió que estudiara arquitectura. Ahí, en la Academia de San Carlos, se conocieron los tres grandes amigos que acabarían dedicándose a otra cosa: Farnesio, Max y Luis Jaso. Su camino como estudiante de arquitectura pronto tuvo un vuelco cuando su madre le pidió que la acompañara al teatro a ver una obra de María Tereza Montoya. Estaba mal visto que una mujer asistiera sola al teatro o al cine y, a pesar de su reticencia, Farnesio se vio obligado a acompañar a su mamá.
Fue amor a primera vista; al terminar la obra supo hacia dónde quería dirigirse. Logró una beca para la Escuela de Teatro que estaba en el Palacio de Bellas Artes, pero los 20 pesos que costaba la mensualidad eran una suma enorme y más aún porque tuvo que dejar la casa paterna debido al conflicto que originó su vocación.
El documental es un paseo por la inquieta historia de Farnesio, que muta sin parar como un actor en su propia vida. Incursionó también en la fotografía haciendo retratos de diversos actores junto a un espejo, “porque los actores somos dos: nosotros y el personaje” y porque “el teatro es un espejo en el que todo mundo se ve reflejado a sí mismo, como decía Shakespeare”… o quizás el mismo Farnesio.
Pero llegó la danza a su vida y su camino se bifurcó. Vendió todo su equipo y su amado cuarto oscuro para perseguirla. En su casa, en la que lo vemos moverse durante todo el documental para acompañar las narraciones, podemos atisbar muchas de ellas.
Descubrió su facilidad para la danza a través de Carmen Sagredo, que lo envió con Santos Balmori, entonces director de la Academia de Danza, quien lo aceptó de inmediato porque en esa época no había hombres que quisieran bailar, pero debido a sus enormes facultades fue a estudiar al extranjero y regresó como bailarín, coreógrafo y diseñador de vestuario.
En 1968 empezó a hacer cine. No está seguro de si su primera película fue Su excelencia, con Cantinflas, o alguna con Blue Demon. Más tarde colaboró con Cazals, Hermosillo (de quien era su actor fetiche), Carlos Carrera, José Buil y otros. El recorrido que hacemos por la vida de Farnesio no sería el mismo sin la edición, posproducción y animación de Azeneth Farah, que con gran ingenio juega con las imágenes, además de la música original de Olga Martínez, y la interpretación de las guitarras de Eblen Macari en sublime hilo invisible...
En tan solo 57 minutos cabe una vida, un ser, una casa. Resumen caprichoso de la memoria y lo esencial. En la última toma aparece Farnesio cerrando un par de puertecitas en azul. Una tiene pintada una jarra con flores, cuya sombra parece un fantasma. La otra es un ángel femenino que le da un aire a Frida Kahlo y parece decir adiós (pero quizás es sólo un saludo)...
Çecilias Rodarte. La fotografía es su luz y la escritura su sombra.
* Originaria de la Ciudad de México, ha colaborado en varias publicaciones, algunas ya desaparecidas, como El Huevo, Viceversa, Complot, El Semanario de Novedades, Etcétera y otras. Recientemente presentó la exposición “Gineceo” en conjunto con la artista Serioshka Hellmund.
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