Desde sus primeros años en Guadalajara, Soriano sorprendió con sus dotes artísticos a creadores de la talla de Chuco Reyes, Alfonso Michel, Lola Álvarez Bravo, María Izquierdo y José Chávez Morado quienes lo conminaron a trasladarse a la Ciudad de México, pese a que tenía sólo 15 años. Al asentarse en la capital Soriano no sólo se relacionó con Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, José Clemente Orozco y Frida Kahlo, sino que se mantuvo cercano al grupo de escritores y artistas visuales que se congregaban alrededor de la revista Contemporáneos y del proyecto Teatro Orientación. El contacto y diálogo con esta comunidad artística incidieron en la formación literaria y plástica de Soriano. Las obras de este periodo de la vida del pintor revelan que, si bien los personajes que representa poseen una fisonomía mestiza vinculada a una identidad de lo mexicano, Soriano se mostraba exento de realizar reivindicaciones de la cultura prehispánica o promulgar propuestas plásticas de corte político; su trabajo era más próximo a la recreación de ambientes mexicanos enigmáticos y atemporales.
El contacto con literatos de diferentes regiones del planeta también fue fundamental. Cabe destacar los vínculos que construyó con algunos de los grandes pensadores del exilio español como Diego de Mesa, León Felipe, Ramón Gaya, María Zambrano y Margarita Nelken, quienes lo animaron a expandir sus fronteras culturales, lo que lo llevó a decidirse a cruzar el océano Atlántico y viajar a Europa. En lugar de buscar sus orígenes artísticos en el mundo precolombino, como procuraron gran parte de los pintores mexicanos del siglo XX, Soriano decidió emprender un viaje hacia el mediterráneo en búsqueda de una fuente diferente. Estableció un renovado reencuentro con la cultura grecolatina, en particular, con la de la Grecia arcaica. A partir de este viaje, en los años 50, la obra de Juan Soriano despliega una concepción diferente de lo que por entonces regía la pintura mexicana, es decir, el realismo político-social. Soriano se alejó de las proclamas ideológicas y de la caracterización del folclor mexicano, dando primacía a la creación un mundo fantástico inundado de colores, imaginación y luz, con lo que produjo una estética personal e inconfundible, en donde pasa de un refinado realismo hacia una nueva figuración de tintes abstractos. Constituye uno de los momentos cumbre de la pintura nacional. El Museo de Arte Moderno y Memórica. México, has memoria rinden homenaje a los cien años del natalicio del pintor, escenógrafo y escultor Juan Soriano, a través de un recorrido visual que explora este periodo fundamental de su carrera.
Con la inspiración que le produjeron las formas fluidas y sencillas del antiguo arte cretense, Soriano dio pie a la creación de figuras ligeras, lúdicas y reducidas a líneas de gran ritmo, casi como imágenes infantiles; sus personajes parecen flotar o navegar libremente a través del espacio del lienzo. Ello es visible en las obras cumbre de este periodo europeo: Viaje a la isla de Creta, las diversas versiones de Apolo y las Musas, La vuelta a Francia y, por último, cual momento culminante de su renovado estilo, El Pez Luminoso. En estos trabajos, Soriano decidió añadir más colores a su paleta, además de un dibujo con mayor soltura y con apariencia de inacabado, con lo que comenzó a sobreponer la imaginación por encima de la búsqueda de un estricto realismo.
Los cambios en el estilo de Soriano destacan especialmente en el modo en que abordó su serie de Apolo y las musas, centrado en la representación del dios griego, patrón de las bellas artes, y de las nueve divinidades inspiradoras de la creación: Calíope (poesía épica), Clío (historia), Erato (poesía lírica), Euterpe (música), Melpómene (tragedia), Polimnia (cantos sagrados), Talía (comedia), Terpsícore (danza) y Urania (astronomía). En lugar de guiarse en la anatomía ideal de la escultura clásica griega, Soriano dibujo diez cuerpos desnudos con coronas de laurel, que poseen formas estilizadas, fluidas y tan sintetizadas que, como sucede con las musas, parecen fundirse en una sola línea. Incluso podría pensarse que es la misma figura de mujer repetida. Destaca el uso de colores vivos y planos. La obra que resguarda el Museo de Arte Moderno se distingue por la amplia presencia del rojo cadmio, cuya alta intensidad cromática instala una sensación de irrealidad a la imagen, acorde con el tema mitológico.
Las figuras que aparecen en estos lienzos dan cuenta de la vocación experimental a la que llegó Soriano a la mitad del siglo XX, justo como en La vuelta a Francia que es un total festín de colores: las banderas, la ruta, las bicicletas de los participantes. De nueva cuenta podemos observar cómo los ciclistas parecen fusionarse en un solo trazo, concatenado al ritmo de las llantas, que se suceden una tras otra. Más que el recuento de esta justa deportiva, la obra de Soriano es una recreación alucinante con un alto cromatismo, en la que cada figura parece emitir una luz propia y cuyo conjunto conforma una armonía de manchas luminosas. Lienzos como este permiten entender por qué Soriano se convirtió en el generador de una nueva naturaleza, al imprimir a lo cotidiano un sentido de irrealidad y de sorpresa.
En Creta, Juan Soriano renovó su amistad con la filósofa española María Zambrano. En esa época, Zambrano comenzaba ya a elaborar sus ideas sobre la aurora, como espacio poético y origen de la creación. En la aurora balbucea un reino de luz y color alucinantes, habitado por asombrosas criaturas que se desplazan a través de espacios y tiempos más allá de lo conocido. El pensamiento de Zambrano hizo eco en Soriano, palpable en la intensidad de la coloración que adquirió su pintura y en la confección de un universo propio poblado de personajes simbólicos, especialmente un animalario en el que figuras como el pez o las aves ocupan un lugar central: un nuevo mundo que remite a entes visibles en lo cotidiano, pero que superan cualquier atisbo de realismo, al configurarse como imágenes de extrañas y fluidas formas, cual productos de operaciones cargadas de imaginación. Es el caso de El Pez Luminoso. En apariencia, es sólo una figura sencilla, un pez devorando plancton, trazada con unas pocas líneas. Se nos muestra su esqueleto; destacan los radios de sus aletas dorsales, formados por una secuencia de finas líneas verticales. Pero la estructura del pez se torna fantástica: a ese dibujo grácil y sintético, Soriano lo llena con pinceladas sueltas, cargadas de colores fluorescentes y con una fuerte luz que parece emerger del interior del animal. Al final es un lienzo bañado de color, de un carácter casi mágico y poético, cual metáfora visual que pondera los valores plásticos por encima del tema.
Lienzos como El Pez Luminoso dan cuenta de la gran experimentación a la que llegó Soriano gracias a la independencia que adquirió al salir de México y extender sus horizontes creativos. Con ello, el pintor tapatío impulsó en nuestro país, junto a Rufino Tamayo, Gunther Gerzso y Carlos Mérida, un nuevo tipo de figuración casi irreal, que allanó el camino hacia la abstracción que comenzó a procurar una nueva generación de artistas, que encontraron en Soriano encontraron un ejemplo de liberación. Por tanto, las piezas que durante este periodo desarrolló Soriano, no sólo se sitúan como un parteaguas en su quehacer artístico, sino que forman parte esencial de la transición y transformación que se produjo en el arte moderno nacional en la segunda mitad del siglo XX. Navegar a través de la obra de Soriano, es revelar la poesía que subyace en el fondo del inmenso océano que es todo su acervo artístico y el oleaje de vida que lo baña.
Material de apoyo