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Pinturas de santos en el México del siglo XVIII
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Pinturas de santos en el México del siglo xviii

Dentro del arte sacro, un tema recurrente es la representación de los santos católicos, y durante el siglo xviii los pintores más destacados de México se ocuparon de representarlos. Aquí reunimos una interesante muestra de este género con obras de Manuel de Arellano, Diego Domínguez Sanabria, Juan Patricio Morlete, Tomás Javier de Peralta, Gregorio Romero, Tomás de Sosa y Antonio de la Torre.

Santos son aquellas personas reconocidas por la Iglesia por tener una ética intachable, quien los declara como tales porque constituyen un modelo moral que es ejemplo para todos los creyentes. El apóstol san Pedro está representado de medio cuerpo en esta pieza de Manuel Arellano en la que dentro del marco cuadrado vuelve a enmarcar en un óvalo al personaje ya en su vejez, que observa frontalmente al espectador; prácticamente calvo y con una barba totalmente encanecida, porta una túnica azul que resalta respecto al fondo oscuro, en sus manos tiene las llaves del cielo y del infierno que le fueron confiadas y un libro. Antes de ser llamado Pedro su nombre fue Simón y era un humilde pescador; es de los santos más conocidos por ser el primer papa, y el que cimentó la nueva comunidad de fieles. 

El pintor Diego Domínguez Sanabria inmortalizó a san Juan de la Cruz en el lienzo donde observamos a san Juan Bautista hincado en un altar, con su característica piel de camello que lo cubre, cargando un cordero con una cruz ante un escenario con telones de un rojo vivo; a los costados se dan detalles de este encargo que estaba destinado a permanecer en un templo religioso. La popularidad de este santo fue tal que se enfrentó con Herodes Antipas, quien lo manda decapitar a petición de su hija Salomé: la cruel imagen de su cabeza fue plasmada por Tomás Javier de Peralta. Por otro lado, el jesuita italiano san Luis Gonzaga fue pintado por Juan Patricio Morlete sobre una lámina de cobre. El llamado "Patrón de la juventud" aparece en la composición con los elementos que se le atribuyen a su imagen: un cristo crucificado que simboliza su sacrificio y un cráneo en el que se recarga y que representa su temprana muerte. Detrás de él podemos observar un pequeño ángel que lo observa mientras sostiene un libro en sus manitas; el santo se aprecia joven, pues falleció debido a la peste a los 23 años de edad. 

De san Ignacio de Loyola contamos con dos piezas: la primera del queretano Javier de Peralta, quien en una estilizada pintura vertical coloca su cuerpo completo en tonos ocres; un amarillo muy oscuro sirve de fondo sin más ornamentos. El personaje en cuestión sostiene un libro abierto en el que leemos Ad maiorem Dei Gloriam (para la mayor gloria de Dios) que es la divisa de la Compañía de Jesús que él fundó. A diferencia de esta obra, en la de Tomás de Sosa aparece acompañado por un grupo de jesuitas pero siempre portando un libro abierto en la mano. Por su parte, basado en la leyenda de san Cristóbal, quien por su enorme tamaño y fuerza era empleado para tareas difíciles: un día ante él se presentó Jesús de niño al que ayuda a cruzar el río tal como vemos en la pintura de Gregorio Romero. Finalmente, en el cuadro San Joaquín de Antonio de Torres, se representa al padre de la Virgen María ataviado con hermosas túnicas de vivos colores.