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Una mirada a la violencia visual de la Revolución mexicana
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Una mirada a la violencia visual de la Revolución mexicana

El 20 de noviembre de 1910 fue la fecha señalada por Francisco I. Madero para iniciar el levantamiento armado contra el régimen de Porfirio Díaz. Se trató del primer movimiento social del siglo XX y, en consecuencia, se convirtió en un hecho que convocó a numerosos periodistas y fotógrafos mexicanos y extranjeros. Junto con este proceso comenzó un cambio en la labor de dichos fotógrafos; muchos de ellos no tenían una formación como fotoperiodistas y su trabajo se enfocaba en hacer retratos de estudio. No obstante, con el inicio de la Revolución, salieron a las calles y gracias a su incesante ímpetu por registrar los acontecimientos nos es posible observarla a través del medio fotográfico y entablar otro tipo de diálogo con el pasado.

De entre las instantáneas más representativas de la Revolución mexicana sobresalen aquellas que plasman a los protagonistas, es decir, a los líderes y caudillos que encabezaron las distintas facciones revolucionarias. Ya sea a modo de retratos, postales, tomas realizadas antes o después de los combates y, desde luego, mediante la prensa, mirar la Revolución significa reconocer ciertos rostros y personajes acompañados de sus armas, las cananas sobre el pecho, sus característicos sombreros y, por supuesto, la presencia de sus tropas. Muchas de ellas se han vuelto iconos del proceso e incluso han trascendido al nivel de incluirse como estandartes en los movimientos sociales en años más recientes, por ejemplo las imágenes de Emiliano Zapata y de Francisco Villa. Son sus rostros capturados en vida los que permanecen y se han utilizado en la construcción del martirologio nacional; así, pensar la Revolución mexicana nos conduce a la identificación de las figuras heroicas e “intocables” de la historia. Sin embargo, en los archivos es posible observar otras representaciones que nos plantean una mirada distinta a los revolucionarios: las fotografías de sus cadáveres luego de ser asesinados. Veamos dos casos concretos.

El 10 de abril de 1919, Emiliano Zapata, líder del Ejército Libertador del Sur, murió asesinado por las tropas del coronel Jesús Guajardo. Este último tramó el atentado por órdenes directas del general Pablo González y del presidente Venustiano Carranza. Una vez que el dirigente campesino cruzó la puerta de la Hacienda de Chinameca con el objetivo de concretar una supuesta alianza con Guajardo, se tocó la trompeta con la cual se dio el saludo a Zapata; sin embargo, dicha acción fue la señal para que las tropas federales abrieran fuego contra el caudillo, quien, sobra decir que sin la posibilidad de defenderse, cayó fulminado. El hecho fue ampliamente celebrado por el gobierno. Una de las primeras acciones fue la de retratar al cadáver; el encargado de las tomas fue José Mora, allegado a Jesús Guajardo. La difusión de las imágenes fue muy rápida. Por órdenes del general González éstas se les hicieron llegar a los principales periódicos –Excélsior, El Universal, El Demócrata, El Pueblo– para que informasen sobre la muerte del rebelde. El gobierno creyó que con la caída del líder y la divulgación de esas fotos, el zapatismo no sobreviviría pero, para su sorpresa, el Ejército Libertador del Sur logró reorganizarse y las tomas del occiso se volvieron una suerte de afrenta que terminó por darle un nuevo impulso al movimiento suriano. Las fotografías de Zapata asesinado no son tan conocidas o icónicas como aquellas que lo muestran como un revolucionario ataviado con traje de charro y empuñando sus armas; sin embargo, ayudan a percibirlo desde una mirada diferente, y si bien pueden ser estremecedoras, establecen otro tipo de diálogo con el personaje y sus circunstancias.

Un año más tarde, entre finales de abril y mayo de 1920, el entonces presidente Venustiano Carranza debió enfrentar una revuelta militar encabezada por Plutarco Elías Calles y Adolfo de la Huerta. Dicho levantamiento se conoce como la Rebelión de Agua Prieta y tuvo como objetivo desconocer al gobierno de Carranza y evitar la imposición de su candidato a la presidencia: el ingeniero Ignacio Bonillas. Asimismo, la asonada sonorense apoyó abiertamente la candidatura del general Álvaro Obregón, quien pese a ser célebre como caudillo invicto y gozar de una notoria reputación entre los revolucionarios, tuvo que lidiar con la hostilidad política del presidente. En menos de un mes, los aguaprietistas lograron acabar con las pocas tropas leales a Carranza. En un último intento para salvar su gobierno y evitar la caída, el coahuilense intentó trasladarse a Veracruz, lo cual no ocurriría pues en la madrugada del 20 de mayo de 1920 la muy mermada comitiva carrancista fue atacada por los soldados del general Rodolfo Herrero. El resultado fue la muerte del presidente. A diferencia de las fotografías del asesinato de Zapata, cuya característica principal fue la violencia sobre el cuerpo, las del cadáver de Carranza fueron más tenues, es decir, nunca se le retrató ensangrentado. De igual modo, las fotos circularon en menor cantidad. Su difusión en la prensa fue más limitada y no aparecieron en las primeras planas de los principales diarios. Todo parece indicar que, lejos de utilizar las imágenes como estrategia de intimidación contra los pocos carrancistas, los sonorenses evitaron aparecer como golpistas, por esta razón el manejo visual del evento fue muy sutil en los periódicos de la época.

Ahora bien, es cierto que con la Revolución mexicana comenzó un proceso de modernización de la labor fotoperiodística; sin embargo, no es posible afirmar que las fotografías que retratan la violencia y que se consolidaron con el movimiento armado iniciaron a la par del mismo. Hacia los años finales del porfiriato, la inestabilidad política y social producto de la larga permanencia de Díaz, el anquilosamiento y la nula apertura democrática del régimen provocaron una serie de protestas y levantamientos, la mayoría aplastados por las fuerzas porfiristas y donde varios de los líderes fueron encarcelados o asesinados. Asimismo, las fotos de delincuentes y bandidos ejecutados comenzaron a circular ya fuera a modo de postales, o bien, publicadas en la prensa de filiación gubernamental, ello con la finalidad de evidenciar una estrategia de intimidación dirigida a los opositores o hacia todo aquel que intentase desafiar las premisas del orden porfiriano. Caso concreto fue la publicación de fotografías y notas referentes al encarcelamiento y muerte del afamado delincuente José de Jesús Negrete, mejor conocido como “El Tigre de Santa Julia”. Dicho personaje fue uno de los bandidos más célebres tanto por sus actos como por haber burlado a las autoridades en varias ocasiones. Negrete fue detenido en 1906, y si bien en su defensa argumentó que se había regenerado y estaba listo para reintegrarse a la sociedad luego de su permanencia en la cárcel, se le condenó a la pena capital y fue ejecutado en diciembre de 1910. Es probable que su fusilamiento se haya considerado una manera en que el régimen porfirista mostraba las consecuencias que tendrían los revolucionarios si continuaban expandiendo el movimiento.

La violencia visual tan atribuida a la llegada de la Revolución mexicana tuvo sus orígenes en los años anteriores a 1910; esto nos permite comprender el alcance de la fotografía como una fuente documental pero también como una herramienta ampliamente utilizada en la guerra de imágenes que cristalizó durante el proceso revolucionario. Finalmente, acercarse a los archivos fotográficos implica una forma de mirar al pasado y de entender a estas imágenes más allá de su carácter testimonial, de tal forma que podamos comprenderlas como parte de estrategias políticas consolidadas durante el conflicto. A fin de cuentas, se trata de comprender que las fotografías –ciertas fotografías– nos han construido una visión de la Revolución que es necesario ir desmontando con una mirada crítica desde el presente.

Doctor David Fajardo Tapia*
Posdoctorante
Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.


* El autor es becario del Programa de Becas Posdoctorales en la UNAM en el Instituto de Investigaciones Estéticas, asesorado por la doctora Deborah Dorotinsky Alperstein.