Tomó un par de años resolver, frente a la Sala Poliangular, 290
metros cuadrados y siete estaciones narrativas para lo que el
artista tenía que decir y no era la exaltación de la imparcialidad
y la jurisprudencia en México. Mucho menos alegatos que
pretendieran dar por admisible el camino que va de la procuración
(el dictado de la ley) a la impartición (los juzgados) y
administración (las policías) de justicia en este país. Manumiso
quizá, pero probablemente sin conseguir emanciparse del todo,
agachado y confundido en la inspección de un altero de
expedientes, en la base misma del edificio y principio del mural,
Cauduro es reconocible mitad archivero y mitad hombre en y
para el sistema.
El muralismo tiene su origen ideológico en la Revolución mexicana
y las colaboraciones que artistas y Estado llevaron a cabo a
partir de la década de los veinte. El Palacio Nacional, el Colegio
de San Ildefonso y la Secretaría de Educación Pública son claros
ejemplos de aquel convenio plástico e ideológico. Su culminación
se encuentra durante la Bienal de Venecia de 1950, cuando se dio
especial énfasis a lo que entonces se convirtió en el mito
internacionalmente aclamado de la Mexicanidad en el Arte: “Los
Tres Grandes” (Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros y José
Clemente Orozco) contrapunteados por el “cuarto disidente” (Rufino
Tamayo). Vinculado con dicha tradición, Cauduro va mucho más allá
de la mímesis y la propaganda en la serie que nos ocupa no se
conforma con exhibir objetivo reportaje de lo que observa. El
basamento es un
tzompantli, alusión sin duda al dispositivo sacrificial
azteca, pero aquí en su calidad forense y como pública querella
contra sucesivos gobiernos incompetentes al explicar y resolver
desapariciones, homicidios, crimen organizado.
Contiguo tiene un lóbrego habitáculo que ocupan archiveros
abandonados, personas allí aprisionadas por una circunstancia
procesal muchas veces insospechada e incomprendida. Su apuesta
para revisar el estado de la justicia en México pretende ser
vicarial, preguntándose cómo purgan su existencia aquellos a
quienes el derecho falla con sus supuestos.
Cauduro conoció el éxito comercial muy joven y ello le costó
desapego por parte de la Academia y la crítica de arte en México.
Salvo dos excepciones, tan sólidas como su práctica y
trayectoria. La entonces directora del Museo de Arte Moderno,
Teresa del Conde, abrió las puertas de ese foro y curó la
exposición que en 1991 fue presentada al público mexicano. El
teórico Alberto Híjar tiene un lúcido ensayo en el que deslinda
las proximidades de esta obra con el muralismo, clave para
explicar el arte mexicano de la modernidad, y la distancia que
él pone respecto a aquella prédica, los usos que de ella
hizo el Estado y la iconografía a la que recurre.
Para identificar el arte de Cauduro es importante señalar que,
si bien hay precisión y minucia en cada uno de sus trazos, ese
rigor y exigencia para el oficio parte de la realidad, pero
explora otras vías donde la retina debe pausar sus fáciles
conclusiones obligando al sujeto a reflexionar. En la que
tendría que ser pared exterior del lugar que él insinúa en Pino
Suárez, cautiva e ignorada, una mujer víctima del crimen es, no
obstante, observada a través de una cámara de Gesell. Quienes
miran podrían ser solamente policías o representantes de medios
de comunicación. Esa exposición omnipresente del delito en
nuestro contexto nos hace cómplices del menosprecio y
desatención. Revictimizamos al ser mudos testigos. Pegado al
muro derruido un cartel sentencia: "Auschwitz".
Visualmente el conjunto impresiona: dadas las imágenes
desarrolladas desde una angulación oblicua, por los efectos
ópticos que vierten la escena hacia el espectador y el dominio
de la geometría que cuestiona el sitio y la estabilidad desde la
que se mira. Allí hay una exhaustiva explicación de las
posibilidades expresivas de la perspectiva lineal que también son
demostración del aprendizaje que tuvo de grandes maestros que
vio desde su formación como arquitecto.
En la escena siguiente y desde una visión elevada pareciéramos
ser invitados a espiar lo que ahí pasa. Pero ocurre más bien que
nos atenaza vértigo frente al abismo; al fondo yace alguien
víctima de secuestro, cotidiano suceso que compartimos. Otra
asignatura pendiente más para las corporaciones auxiliares del
Ministerio Público, las dependientes de la Secretaría de
Gobernación o aquellas entidades cuya tarea es salvaguardar la
integridad física de las personas, así como garantizar la
convivencia pacífica.
Del boceto y de los primeros trazos queda claro que en Cauduro
la idea está terminada ya mucho antes del trabajo y su
consecución, es decir, que hay una imagen previa, madura
reflexión que antecede a la faena sobre andamios y armado de
pincel. En un primer golpe de vista, el muralista se antoja
hiperrealista o crudo y transparente. Pero apenas se
concilie lo que el ojo percibe con lo que uno ha pensado,
resulta evidente que algo surreal en las texturas, más dirigidas
al tacto que a la vista, trampantojo (trompe-l'œil) y
artificio donde confluyen las líneas, arroja una pintura más
compleja de lo que parece.
En la cúspide: una declaración ciudadana. Emparentada también
con la Ilustración y su toma de la Bastilla. El graffiti del
fondo es claro: libertad. Es en el pueblo y su reacción que
germinan convivencia democrática e instituciones legítimas.
Copadas las ventanas por guardianes del orden, perseguida la
gente por un aparato represor del Estado, una tríada de
arcángeles fuertemente armadas y en actitud confrontacional
gravitan sobre el conjunto. Están ahí para encabezar la que
habrá de ser insurrección y renovación de la justicia por
quienes la reclaman y de donde emana legitimidad para el poder.
La agenda estética de Cauduro tiene aquí una reivindicación
colectiva y un juicio político incontestable, sin embargo, la
demostración del argumento en términos plásticos no carece de
poética. Ahí hay belleza pese a la temática. Se nos convoca a
una militancia desde el arte y, hechas las alusiones a finales
del siglo
xviii y al Renacimiento mexicano, a
una actitud revolucionaria.