Desde los años veinte y hasta la década de 1960, la Ciudad de México concentró gran parte de los espectáculos nocturnos. Pocas ciudades de la República ofrecían este tipo de cartelera. Muchos de los teatros como el Principal, Iris, Fábregas, Nacional, Arbeu, Colón, Apolo, Politeama y María Guerrero, por nombrar algunos, se mantuvieron a flote hasta finales de los sesentas, y otros incluso permanecieron vigentes, con regulares y malas temporadas y adaptándose a los nuevos tiempos, durante unos años más. El Tívoli, que fue inaugurado en 1946, hizo planteamientos escénicos que sacudieron los cánones del espectáculo nocturno.
Fotografía del paisaje urbano, Centro Histórico, Ciudad de
México.
Rafael Pérez Siliceo, México, 1950.
México de noche.
Tomás Montero Torres, México, 1950.
Durante la década de 1920, las puestas en escena de los teatros de revista —que derivaron en “entretenimiento exclusivo para hombres”—, sus comparsas en las carpas —en las que se escenificaron episodios “subidos de tono”—, así como los espectáculos en centros nocturnos de primera y tercera categorías habrían de fincar parámetros con los que se interpretaron, midieron y sujetaron los valores sociales de la Ciudad de México.
Coristas del bataclán El zopilote que voló sobre el
canal,
presentado en el Teatro Lírico. Mediateca-inah.
En torno a esos espacios se edificaron puntos de vista —unos audaces y otros conservadores— que encontraron formas de expresión características en medios como la prensa y, más adelante, el celuloide.
Desde las vedettes que imitaban a las bailarinas de cancán —que se creía indecente, aunque muy europeo— hasta su adecuación a los tópicos nacionalistas, con el tiempo los escenarios cedieron su espacio a las bailarinas exóticas, las “tongoleles” y las “kalantanes”, quienes agitaron a la opinión pública metropolitana.
Bailarina en su camerino.
Tomás Montero Torres, 1940.
El desnudo a medias o total en los escenarios expuso una galería de opiniones en las que, como sucedió con muchos otros eventos culturales, el centro del debate fue la modernidad. Los diarios y las revistas brindaron espacio a plumas diversas, para quienes el objeto, el pretexto, la excusa de la diatriba entre lo moral y lo inmoral fue la vida nocturna.
Bailarina en su camerino.
Tomás Montero Torres, 1940.
Issa Marcué.
Mediateca-inah.
Término empleado para denominar a la mujer que cantaba o bailaba en cabarets de baja categoría. Proviene del nombre Bataclán, un cabaret parisino que inspiró una opereta a finales del siglo xix. En general se usaba en forma despectiva.
Issa Marcué.
Mediateca-inah.
Ninón Sevilla.
Mediateca-inah.
Se llamó así a un tipo de bailarina que interpretaba coreografías inspiradas por géneros musicales afrocubanos; se vestía con una estética particular, con holanes, faldas vaporosas, tocados de frutas, etcétera. Con este término se denominó también a un género fílmico de la Época del Cine de Oro mexicano.
Ninón Sevilla.
Mediateca-inah.
Ana Vázquez.
Mediateca-inah.
Se denominó así a las bailarinas de cabaret a mediados del siglo xx; sus vestuarios se identificaban por los estampados que simulaban pieles de animales; usaban plumas y tocados orientales; sus coreografías eran eclécticas.
Ana Vázquez.
Mediateca-inah.
Actriz del teatro frívolo, ca. 1920.
La rumbera Ninón Sevilla mientras baila en un escenario, ca. 1950.
Fotomontaje de los ojos de Tongolele, ca. 1950.
La actriz y bailarina Amalia Aguilar, vedette ca. 1950.
La actriz María Victoria, ca. 1950.
La vedette Ana Vázquez mientras ejecuta un baile, ca. 1955.
Glorianor “La Exótica”, en el Teatro de Margo, ca. 1960.
Bailarina de cancán, ca. 1954.
Fotomontaje de la señora Fu-Man-Chu, ca. 1955.
Rosa Carmina, vedette, ca. 1955.
Baile de Tongolele en un escenario, ca. 1958.
La rumbera Ninón Sevilla con un atuendo exótico, ca. 1950.
La rumbera Ninón Sevilla, ca. 1950.
La actriz y bailarina Amalia Aguilar, vedette, ca. 1950.
María Antonieta Pons durante el rodaje de la película Marco Antonio y Cleopatra, 1946.
Si bien, en un principio, en las tandas se privilegió la revista política o de crítica social y
sus sketches musicales, a finales de los años treinta los musicales y la incorporación
de
variedades que iban y venían de la radio y de los salones de baile a la tramoya tuvieron una
mayor relevancia. Para adaptarse a la nueva oferta cultural protagonizada por la radio, en el
teatro de variedades se eliminó la estructura del libreto con interrupciones musicales y
cómicas, lo que se mantuvo a lo largo de tres décadas para presentar sucesiones de números que
habían obtenido popularidad a través de las ondas hertzianas.
Los autores del catálogo y de la exposición El país de las tandas argumentan que, “a
cambio de
la despolitización, la diversión se sentimentaliza: la Revista viaja hacia la intimidad, la
música abandona las causas colectivas y se instala plenamente en el corazón, para cuyas lágrimas
siempre habrá un disco adecuado con la adecuada tersa voz”. Una de las obras políticas
—Mexican
Rataplán, producida el 12 de febrero de 1925 por José Campillo— parodió al Ba-ta-clan
parisino
titulado Voilá París, Oh, la, lá! y Bon Soir, presentado 12 días antes por la
Compañía de Madame
Rasimi, con bailes atrevidos ejecutados por hermosas actrices enfundadas en malla y tocados con
exóticos plumajes. A raíz de la puesta en escena mexicana —cuentan en El país de las
tandas—, a
las mujeres del teatro comenzó a llamárseles “bataclanas” o “rataplaneras”, términos que
denotaban también la conducta festiva o exhibicionista.
La Moral con mayúscula, su manifestación en opinión de periodistas, intelectuales y políticos,
que frecuentaban estos centros nocturnos, estaba dividida: para algunos eran inmorales y debían
cerrar; para otros, eran lugares de ocio y divertimento donde la Moral, “como en la política y
en
el juego”, no era más que “un árbol que da moras” (Santos, Memorias, p. 856). Por
consiguiente,
aquellas voces que censuraban esos espacios estaban apegadas a las formas del catolicismo
mexicano que se podían ver casi de manera cotidiana durante las décadas de 1940 a 1960 cuando se
hablaba de la presencia femenina en el espectáculo. Esta moral resultaba irónicamente la mejor
propaganda para ir a verlos.
Si algo distinguió a los años cuarenta en la vida urbana fue el “culto a la modernidad”, que aún
no incluía “el despliegue de nuevas costumbres”, a decir de Carlos Monsiváis. En la Ciudad de
México la modernidad reñía con los rasgos del regionalismo, perseguía la “unidad”. Este
argumento puede apreciarse en los juicios de valor expresados en la prensa, las revistas
ilustradas y los ensayos de opinión. Así, a medida que la fisonomía urbana respondía a las
expectativas de la gran capital moderna, los mecanismos de control de la sociedad identificados
con la censura e influidos en gran medida por la Iglesia católica aumentaron.
Esto nos lleva al contexto de la vida nocturna en la metrópoli mexicana, a la reconstrucción de
las puestas en escena posrevolucionarias y el teatro frívolo, y a los espectáculos que, entre
muchas otras cosas, crearon conceptos del cuerpo femenino que provocaron graves escozores en la
conciencia a “los guardianes de las buenas costumbres”.
Las molestias de esos sujetos no se tradujeron sólo en quejas y pesadumbre, sino en campañas de
“profilaxis moral” que pueden rastrearse en los medios y que dejan ver a una sociedad en
permanente
estado de confusión acerca de lo que debían ser valores como la honradez, la decencia, la
virtud, la dignidad, así como el debido comportamiento de mujeres y hombres, como ya vimos. Los
medios de comunicación fueron riquísimos en cuanto a estas expresiones.
Desde sus primeras representaciones en la escena nacional, el caso de Yolanda Montes,
“Tongolele”, significó una ruptura en los paradigmas del comportamiento social, una suerte de
revolución escénica y sexual. En los años posteriores al impacto que esta artista provocó en la
cultura popular mexicana se dirimió en los medios una polémica entre el “tongolelismo” y la
decencia. Los periódicos Excélsior y El Universal, y revistas como Cinema
Reporter, Revista de
Revistas, VEA, Magazine de Policía, de 1948, hablaron mucho de Tongolele.
Los articulistas intentaron ubicar dónde y cómo se había construido la sicalipsis que de forma
tan escandalosa sintetizaba la bailarina del mechón blanco y las caderas inasibles. En más de
uno de esos eventos editoriales, Tongolele fue sólo el pretexto para hablar del cuerpo, de su
desnudez y de su construcción en objeto público. En esos espacios se discutió el desnudo
femenino, juzgando cuándo era a medias y cuándo total.
Tongolele.
Tomás Montero Torres, 1940.
Carlos Monsiváis señaló que en aquel paradigmático año de 1948 la “tongolelitis” generó “el
debate (era) moral y también, cabe decirlo, teológico. Un acto donde tiene lugar la acción
abominable de ‘las encueratrices’, la cópula es un solo cuerpo, es una síntesis del mal, no el
mal que es la negación de Dios sino el mal que es la afirmación gozosa del pecado”.
Entre 1940 y 1960, las circunstancias del espectáculo parecían proponer un cambio de mentalidad,
aunque para hacerlo se apelara de manera casi automática y nostálgica a los valores familiares,
los comportamientos vigilados de mujeres y hombres, la supremacía de la madre forjadora de
conductas impermeables a la inmoralidad.
Tongolele fue, de acuerdo con los medios impresos, sólo el preludio de expresiones cada vez más
subversivas. En Magazine de Policía, por poner un ejemplo, se propuso una rivalidad
entre ella y
la también bailarina “Kalantán”, quien hacía ruidos de animales salvajes mientras ejecutaba,
casi desnuda, sus bailes. El desnudo en la escena, asociado al salvajismo y a lo exótico, impuso
una categoría femenina —la exótica— bajo la cual se encasillaron las expresiones de esta índole
en un recipiente donde cabría todo aquello desprovisto de valores morales. Para algunos
escritores, el antagonismo entre ambas figuras, Tongolele y Kalantán, fue el detonante de un
discurso que situó el enfoque moralista por encima de opiniones más abiertas, para describir al
cuerpo y rastrear la huella de la “indecencia en la metrópoli mexicana”.
Fuente: Emilio García Riera, Historia documental del cine mexicano.
Fototeca Nacional del Instituto Nacional de Antropología e Historia.
Cineteca Nacional.
Hope, María Elena, María Garibay et al., El país de las tandas. Teatro de Revista, 1900-1940, México, Dirección General de Culturas Populares e Indígenas, 2005.
García Riera, Emilio, Historia documental del cine mexicano, Guadalajara, Universidad de Guadalajara, 1992, 13 vols.
Monroy Nasr, Rebeca, Gabriela Pulido Llano y José Mariano Leyva, Nota roja: lo anormal y lo criminal en la historia de México, México, Instituto Nacional de Antropología e Historia, 2018.
Pulido Llano, Gabriela, en Alquimia, Sistema Nacional de Fototecas, año 20, núm. 59, enero-abril de 2017, pp. 36-51.
Pulido Llano, Gabriela, El mapa “rojo” del pecado: miedo y vida nocturna en la Ciudad de México, 1940-1950, México, Instituto Nacional de Antropología e Historia-Secretaría de Cultura, 2016.
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Rojo Palma, Rodolfo, Gabriela Pulido Llano y Emma Yanes Rizo, Rumberas, boxeadores y mártires: El ocio en el siglo xx. Claves para la historia del siglo xx mexicano, México, Instituto Nacional de Antropología e Historia, 2018.
Santos, Gonzalo N., Memorias, México, Grijalbo, 1986.
Sosenski, Susana y Gabriela Pulido Llano (coords.), Hampones, pelados y pecatrices: sujetos peligrosos en la Ciudad de México (1940-1960), México, Fondo de Cultura Económica, 2019.
Periódicos:
Excélsior.
El Universal.
Revistas:
Cinema Reporter.
Magazine de Policía.
Mexican Rataplán.
Revista de Revistas.
VEA.
Esta muestra formó parte de la exposición itinerante “Lentejuelas en la noche. Bataclanas, rumberas y exóticas, 1920-1960”, presentada en el Museo Nacional de las Culturas del Mundo, exhibida de diciembre de 2018 a marzo de 2019.
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