MIRADAS
DEL ENCIERRO:
VIDA Y ARTE
DESDE LAS REJAS
Palacio Negro fue el sobrenombre con el que se conoció durante décadas a la Penitenciaría de Lecumberri, luego Cárcel Preventiva No. 1 del Distrito Federal. El apelativo surgió porque meses antes de la inauguración la construcción fue inundada por las aguas negras del cercano canal del desagüe, lo que oscureció sus paredes de cantera. Esto, aunado a su diario hundimiento en el blando suelo de la Ciudad de México, ha hecho que el edificio, con pinta de castillo medieval, desafíe ponderoso el paisaje oriente de la capital. Este palacio se volvió aún más negro que su fachada por los actos de tortura y represión que ocurrieron en su interior, y por las fantasmales presencias que, algunos aseguran, continúan en el inmueble. Esta exposición hace un breve recorrido por la vida al interior de Lecumberri en donde convivieron el castigo y la readaptación en sus mejores y peores formas.
Su fachada imponente de gruesos muros grises y su esbelta torre de vigilancia de 38 metros de altura son, quizás, arquitectónicamente, los dos rasgos más emblemáticos del Palacio de Lecumberri. Su estructura en forma de estrella, con sus diferentes crujías, y sus 1066 celdas permitieron el encierro y control de miles de presos bajo una vigilancia estrecha y constante.
Este recinto fue diseñado para que los sentenciados cumplieran sus “penitencias”, de ahí el nombre de penitenciaría. La Penitenciaría de Lecumberri fue inaugurada el 29 de septiembre de 1900. El primer sistema penitenciario que se aplicó fue el Crofton, que consistía en dividir la estancia de los presos en tres periodos: primero riguroso aislamiento; luego se les permitía interactuar con otros presos en la escuela y los talleres (carpintería, panadería, fundición, sastrería, papel, etc.), en donde realizaban trabajo remunerado; y por último, la libertad preparatoria, que consistía en permitirles vestir de civil (dejando detrás el uniforme a rayas), trabajar en el exterior y asistir a la iglesia. Cada persona pasaba por los tres periodos y, según su disciplina y su trabajo, se podría reducir su sentencia hasta en una cuarta parte.
Debido a la sobrepoblación carcelaria y a situaciones como el cierre de la cárcel de Belén en 1933, los procesados fueron encerrados tras las rejas de Lecumberri, lo que representó una alteración en el objetivo de la penitenciaría, al servir al mismo tiempo como prisión preventiva y punitiva, en donde convivieron hombres y mujeres, procesados y sentenciados. Los procesados cumplían medidas cautelares, mientras que los sentenciados debían ser encausados a la readaptación, lo que dificultaba las actividades diarias. Para la década de 1950 se decidió separar a los procesados de los sentenciados y se inició la construcción de la Cárcel de Mujeres. Lecumberri regresó a ser cárcel preventiva.
Para entonces el sistema Crofton había cambiado por un modelo enfocado a la readaptación, que dividía a la población en las diferentes crujías de acuerdo con el delito cometido: delitos sexuales, lesiones y homicidios, robos, atentados contra la salud, fraudes, nuevos ingresos, reincidencias y delitos patrimoniales. También se separó a la comunidad homosexual en la crujía “J” y a los presos políticos en crujías especiales, según Luis González de Alba, para que no organizaran una rebelión con el resto de los presos.
Lecumberri apostó por la educación y la reintegración de los reos a la sociedad. Además del trabajo en los talleres, se impartieron clases a nivel primaria y secundaria y se fomentaron actividades artísticas como la música, el teatro experimental y la pintura, y también se fomentaron deportes de equipo y atletismo.
En contraste, en Lecumberri se vivió también el infierno. Al interior de la cárcel se registraron numerosas muertes por asesinato y enfermedad. La deshumanización del otro fue el pan de cada día. Se volvieron comunes el aislamiento, los castigos físicos y el encierro en condiciones infrahumanas.
Uno de los castigos físicos más recurrentes era la “fajina”, que consistía en asear durante la madrugada la crujía, patio, baños y pasillos de la cárcel. Había toda una red en la que los llamados “comandos” tiraban agua para que los “fajineros” tallaran y secaran el piso en cuclillas. Esta labor era muy pesada y duraba unas cuatro horas. Si alguien se cansaba o se desmayaba era golpeado con severidad para que continuara su tarea. Esta actividad era permitida por las autoridades y los presos sólo se podían librar de ella pagando. Este tipo de actividades al interior de la Penitenciaría revelan que existía una distribución del poder y jugosos negocios entre los presos, que eran aprobados por las autoridades.
Dentro de la cárcel había presos que eran aislados en los torreones norte (presos políticos) y sur (reos de conducta no rehabilitable o castigados por sus acciones al interior del penal); estas “cárceles” dentro de la cárcel también fueron diseñadas con el modelo panóptico.
La vida al interior de Lecumberri llamaba tan poderosamente la atención que
incluso la revista Life inmortalizó lo que sucedía en un reportaje publicado en abril de
1950,
en el que aseguraba que el lugar era el pozo del crimen en México.
La imagen y el castigo que por comúnmente ha estado ligado a Lecumberri es “el apando”, celda de
aislamiento a la que se le han dedicado libros y hasta una película.
“El apando era [...] la celda más distante en cada crujía: una presencia amenazadora […] una celda común, forrada de lámina de acero, desprovista de mobiliario, a la que se había cegado la fuente de aire y de luz que otras celdas tenían en la parte más alta de la pared frente a la puerta. Sólo las cuatro paredes, desnudas, inexpugnables; la puerta hermética cuya mirilla se abría desde afuera, para introducir alimentos, girar instrucciones o ejercer la custodia; algún lugar, tal vez, para el desahogo fisiológico, y nada más, salvo el silencio franqueado por voces apagadas, la fetidez, la oscuridad”.
En Lecumberri se “hospedaron” desde criminales, cuyas historias cimbraron a la Ciudad de México, hasta personalidades de la política, el activismo y las artes, que no se dedicaban al delito pero fueron encerrados por estar en contra del gobierno y por defender los derechos de los más desprotegidos. Aquí recordamos a algunos de ellos.
Gregorio Cárdenas Hernández, el “Estrangulador de Tacuba”, ahorcó con sus propias manos a cuatro mujeres en 23 días. Fue condenado a 40 años de prisión por homicidio e inhumación clandestina. Recluido a partir del 25 de diciembre de 1947 y liberado en 1976, permaneció en el Palacio Negro durante 29 años. Dentro de la cárcel se graduó como abogado.
María Dolores Estevés Zulueta, alias “Lola La Chata”, fue una de las “huéspedes” recurrentes del Palacio de Lecumberri. Fue detenida siete veces, todas vinculadas con el tráfico de estupefacientes, lo que le valió el sobrenombre de "La emperatriz de las drogas". La primera vez fue en 1937, acusada por tráfico de drogas y por, aparentemente, ser toxicómana. El juez determinó su libertad por falta de elementos por lo que sólo estuvo en Lecumberri nueve días. El 31 de enero de 1947 fue detenida en Tepito por el mismo delito, y aunque no se le encontró culpable permaneció dos meses en prisión por sus antecedentes penales. En 1957 nuevamente fue capturada por tráfico de drogas y delitos contra la salud; la prensa del momento la calificó como “una narcotraficante de fama internacional” a la que se le encontraron: heroína, el equivalente a cinco millones de pesos actuales, joyas, rifles y municiones. Esta vez fue condenada a 15 años de prisión, pero no cumplió su condena porque murió en 1959 de una falla coronaria, aunque según los rumores se trató de una sobredosis.
Jaime Ramón Mercader del Río, también conocido como Jacques Monard, fue un agente de la nkvd, o Policía Secreta del régimen soviético. Mercader se infiltró en el círculo privado de León Trotski para asesinarlo. Por este crimen fue condenado a 20 años de prisión; se le acusó también de portación de armas prohibidas y ataque peligroso. Estuvo en Lecumberri 19 años y seis meses, de noviembre de 1940 a mayo de 1960.
El escritor William Burroughs estuvo preso en la Penitenciaría durante algunos días, luego de asesinar a su esposa Joan Vollmer al dispararle a un vaso que se encontraba en su cabeza, en un intento fallido de Guillermo Tell. El crimen fue reportado por los periódicos de la época.
El artista David Alfaro Siqueiros fue enviado a la cárcel cuatro veces. En 1918 por insubordinación en el Ejército. En 1930 por participar en una gran manifestación obrera. Por este delito cumplió siete meses en Lecumberri y luego fue trasladado a Taxco. En 1940 fue acusado de un intento fallido de asesinato a León Trotski. El 10 de agosto de 1960 fue condenado a ocho años de prisión por el delito de disolución social durante su participación en el movimiento ferrocarrilero; de esta condena sólo cumplió cuatro años, de 1960 a 1964. Dentro de Lecumberri pintó este biombo que se utilizó como escenografía para la obra Licenciado, no te apures, que se interpretó en la cárcel en 1960.
Valentín Campa Salazar fue condenado a 20 años en prisión por el delito de disolución social, de los que cumplió sólo 11 (de 1959 a 1970) debido a la derogación del artículo 145 del Código Penal que sancionaba este delito. También se le acusó de delitos contra la economía y ataques a las vías generales de comunicación, delitos equiparables al de resistencia de particulares, motín y amenazas.
Demetrio Vallejo fue condenado a 20 años de prisión y a pagar 150 mil pesos de multa por el delito de disolución social. Cumplió sólo 11 años de condena, de 1959 a 1970, por la supresión del delito. También se le acusó, igual que a Campa, por delitos contra la economía y ataques a las vías generales de comunicación.
El movimiento estudiantil de 1968 llevó a decenas de presos políticos a Lecumberri. En la manifestación del 26 de julio de 1968 se consignó a las primeras 43 personas, varias de ellas integrantes del Partido Comunista Mexicano, acusadas de lesiones, secuestro, robo, pandillerismo, daño en propiedad ajena, daño a la nación y ataques a las vías generales de comunicación. Muchos fueron acusados del delito de disolución social. Al interior de Lecumberri los presos políticos vivieron diversas vejaciones, incluso heridas de gravedad, en la que los presos comunes fueron usados para lastimarlos.
Eran juzgados por supuestos “desmanes” que sucedieron en las marchas del movimiento estudiantil entre julio y octubre de aquel año, sin embargo, “ningún parte policiaco menciona nada de destrozos, robos o cualquier tipo de excesos cometidos después de una manifestación”. Los presos políticos estaban en la crujía “C”, cuyas rejas fueron reforzadas en junio de 1969, además de proporcionar macanas eléctricas a los vigilantes de esa área. Entre estos presos estuvieron: Luis González de Alba, Raúl Álvarez Garín, Eduardo Valle “El Búho”, Gilberto Guevara Niebla, por mencionar sólo algunos. En la crujía “M” estaban Heberto Castillo, José Revueltas y otros presos políticos. Si bien muchos eran líderes o participantes del movimiento estudiantil, la mayoría eran jóvenes que iban pasando cerca de las manifestaciones o los camiones incendiados y que fueron apresados siendo inocentes. Fueron liberados hasta 1971.
Los presos de Lecumberri llenaron de color las paredes del Palacio Negro, con gráfica que afortunadamente aún se conserva. Muy conocidas son las obras que Manuel Rodríguez Lozano y David Alfaro Siqueiros crearon dentro de la cárcel.
Sin embargo, hay otras obras que fueron elaboradas por los presos comunes, que, aunque no tenían una formación artística, necesitaban expresarse y adueñarse del espacio. La primera de ellas surgió como parte de una iniciativa impulsada durante la dirección de Carlos Martín del Campo: “Rehabilitación desde procesados”, Un programa que apostó por la reinserción, el trabajo, el estudio y la cultura.
En las paredes del que fuera Salón de Actos y Reuniones, hoy Sala de Actos del Archivo General de la Nación, permanece el mural de los presos: una interpretación que los internos hicieron de la historia de México. Participaron 20 personas en diversas actividades, desde la preparación de muros y colores hasta el moldeado de figuras y el andamiaje.
La lectura e interpretación que permitió plasmar el mural con pintura acrílica sobre las paredes de yeso corrió a cargo de Cuauhtémoc Hernández Ochoa, sentenciado a la cárcel por abandono de empleo y robo de implementos, y cuya labor como pintor del mural y su buena conducta favorecieron su proceso de absolución. Franco Maugini Salini, remitido a Lecumberri por presunto fraude y a quien el director le expidió un certificado de buena conducta en el que se daba cuenta de los trabajos artísticos realizados en el mural; y Rolando Rueda de León, acusado por extorsionar a comerciantes y propietarios de “casas de escándalo” y que, tras una apelación, obtuvo su libertad.
El mural muestra tres momentos. De derecha a izquierda, la Conquista: de una carabela incendiada se desprende el humo que se transforma en una silueta de caballo y león, ambos cómplices en la conquista de las tierras mexicanas; la Colonia: en el segundo recuadro vemos al león de Castilla desgarrando a su presa, el indígena, tendido sobre las Leyes de Indias que poco le valieron para ser protegido. Al pie del cuadro se observa un águila frente a la serpiente emplumada, y la Independencia: se mira la campana que clama por la libertad; Morelos se materializa como Padre de la Patria que hunde sus raíces en la vida mexicana, al tiempo que un machete señala el horizonte y abre paso en el firmamento.
En este apartado destacan varios momentos de la historia de nuestro país, como el Sitio de Cuautla, el imperio de Iturbide, la invasión norteamericana de 1847, el imperio de Maximiliano, la dictadura y los latifundios, los inicios de la revolución que originó la Constitución de 1917 y de la que destacan los artículos 27, 123 y 115; se observan también las urnas electorales como anhelo de un voto puro y libre, y la representación de la alfabetización y la Ciudad Universitaria como obra punto de partida para mayores avances.
Entre 2014 y 2015 se llevó a cabo la restauración y conservación de este mural, con una inversión de 1 millón 200 mil pesos. La obra puede conocerse durante las visitas guiadas al archivo.
El otro ejemplo de arte carcelario que queremos mostrar son las obras que fueron realizadas por los presos en las paredes de sus celdas y otros rincones del Palacio Negro: pinturas, grafitis, collages, diseños y frases que a través del tiempo siguen murmurando los pensamientos e intereses de quienes habitaron la cárcel. Este tipo de arte existe desde que existen las prisiones, y en él convergen tanto producción cultural como estética carcelaria, combinados con una técnica fortuita dependiente de los materiales que están a la mano. La mayor parte de la producción artística del encierro se asemeja a estas piezas porque se realiza al interior de las celdas —sin que interfieran ni colectivos ni autoridades— y es respetada por los presos a través del tiempo, ya que no es una práctica habitual borrar las obras de sus antecesores.
En Lecumberri el registro de esta obra se conservó gracias a la labor de Arturo Córdova Tovar, joven e inquieto fotógrafo que un día antes de que iniciara la remodelación de la cárcel —ordenada por Luis Echeverría tras ser convencido de no demolerla— entró en el inmueble y con su cámara capturó estas expresiones artísticas, evitando que se borrara todo vestigio de los presos. Estas fotografías se convirtieron en el Fondo El último día en el Palacio de Lecumberri, mismo que es resguardado por el AGN y en el que convergen dos líneas del discurso: el creado por los presos (como arte carcelario, testimonio y memoria) y el creado por Córdoba Tovar (como arte fotográfico, huella, memoria y discurso); ambas líneas se superponen para permitirnos acceder a la memoria gráfica de aquel pasado.
Las piezas fotografiadas son todas de autor desconocido, pero revelan la mentalidad e intereses de quienes habitaron Lecumberri: figuras religiosas, mujeres desnudas, sustancias alucinógenas, personajes de caricatura, frases de amor, paz y lucha, el recuerdo del afuera y la esperanza por la libertad son los principales motivos.
De acuerdo con Erving Goffman, el grafiti carcelario no sólo representa la apropiación del espacio, sino que le permite al reo recuperar el control sobre el transcurso del tiempo y la memoria. Esto se vuelve fundamental en el entorno de la cárcel, donde se “expolia el tiempo”, porque “los días son increíblemente cortos, basta un descuido como levantarse tarde o alargar los cafés para que el día se pase en blanco”.
Varias de las fotografías muestran cómo eran las celdas y otros espacios de la Penitenciaría, lo que ofrece un testimonio invaluable de las características perdidas de un lugar que aunque permanece, tiene rincones que sólo perduran en el recuerdo, como ecos de la injusticia.
Sin saberlo, Córdova Tovar contribuyó a la conservación de obras que por su naturaleza eran efímeras. Su serie no sólo rescata la memoria de quienes estuvieron presos en Lecumberri, sino que reivindica las necesidades de comunicación de un grupo calificado como marginal: el arte carcelario surge porque “el preso siente la necesidad de comunicar retóricamente sus deseos, intenciones, arrepentimientos, reniegos o resignaciones (...) para sentirse comprendido o comprenderse”.
El primero de agosto de 1976 Lecumberri inició su desocupación y el 25 salieron los últimos reos; la noche del 27 de agosto el último director, Sergio García Ramírez, clausuró la Cárcel Preventiva No. 1 del Distrito Federal. Luego de amplios trabajos de remodelación Lecumberri se convirtió en el Archivo General de la Nación y hasta hoy sus muros y puertas resguardan los documentos de nuestra historia.
Agradecemos a las instituciones que facilitaron los recursos para la presente exposición y a todas aquellas personas cuyo trabajo hace posible la consulta de los acervos:
Archivo General de la Nación
Museo Archivo de la Fotografía
Mediateca INAH
M68
A Rodrigo Moreno por compartirme su investigación previa.
A Uriel Vides por las referencias sobre muralismo y arte carcelario.
A Jimena Rubio y David Téllez por el apoyo en la búsqueda de
información
Equipo de Memoria Histórica-AGN
Curaduría: Karla Xóchitl Baltazar González
Edición: Rebeca Flores Gutiérrez
Diseño gráfico y web: Guillermo Salvador López Rocha y Oyuki Collado Velasco