La presente exposición fotográfica explora uno de los capítulos más cruentos pero menos conocidos en la historia reciente de México: la Guerra Cristera (1926-1929). Este conflicto, conocido como La Cristiada, estalló en 1926, cuando católicos militantes se alzaron contra las políticas anticlericales del gobierno posrevolucionario. El conflicto ha dejado un legado complejo en la historia de México y ha generado distintas interpretaciones. Para algunos, la Cristiada fue un alzamiento de “fanáticos” azuzados por el clero que se negaron a someterse a las leyes. Para otros, significó una verdadera epopeya, una batalla épica en defensa de la fe. A medida que nos acercamos al centenario de la Guerra Cristera en 2026, esta exposición ofrece un recorrido visual por la historia de este conflicto a través de más de 40 imágenes y desde distintas perspectivas fotográficas.
El principal detonante para el levantamiento fue la decisión del presidente Plutarco Elías Calles (1924-1928) de aplicar los artículos anticlericales de la Constitución de 1917. La provocadora “Ley Calles”, que se expidió el 14 de junio de 1926, estableció sanciones penales por cualquier violación de las leyes constitucionales en materia religiosa. Se prohibía el culto externo, la educación religiosa en las escuelas primarias y la participación política del clero, entre otras medidas. En protesta a estas prohibiciones, el Episcopado Mexicano publicó una pastoral colectiva el 25 de julio de 1926 que decretaba la suspensión del culto público en todos los recintos. Cuando la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa declaró una revuelta nacional en contra de estas “persecuciones injustas y tiránicas” emprendidas por el gobierno, miles de católicos denominados “cristeros” se levantaron en armas bajo el lema de “¡Viva Cristo rey!” Entre 1926 y 1929 la Guerra Cristera asoló la región centro-occidente del país, sobre todo en los estados de fuerte tradición católica como Jalisco, Michoacán, Zacatecas, Guanajuato y Colima. El conflicto se resolvió hasta junio de 1929, cuando el gobierno mexicano y la jerarquía católica llegaron a un acuerdo de paz con la mediación del Vaticano y del embajador de los Estados Unidos. Según este pacto, conocido como “Los Arreglos”, la iglesia reconocería la autoridad del gobierno y dejaría de participar en la vida política de México. Aunque Los Arreglos pusieron fin al conflicto de manera oficial, la imposición de un modelo de educación laica y socialista durante el mandato de Lázaro Cárdenas (1934-1940) detonó “La Segunda Cristiada” (1934-1938); una serie de alzamientos espontáneos y aislados que nunca se convirtieron en un movimiento nacional. La Guerra Cristera generó un movimiento migratorio hacia los Estados Unidos y dejó una huella profunda en la vida política y religiosa de México. La memoria del conflicto sigue viva en las zonas particularmente afectadas por el mismo, como el Bajío y los Altos de Jalisco, donde se encuentran santuarios y altares dedicados a los mártires cristeros. A nivel político, el conflicto aumentó la desconfianza de muchos católicos hacia el Estado posrevolucionario y dio paso a la formación de otros movimientos y partidos de oposición católica durante los años treinta como el la Unión Nacional Sinarquista (uns) y el Partido Acción Nacional (pan).
La suspensión del culto público por el Episcopado Mexicano en julio de 1926 transformó la vida religiosa cotidiana en un país donde más del 90 por ciento de la población era católica. Por primera vez en más de 400 años, las campanas de las iglesias guardaron silencio y los templos quedaron vacíos, sin sacerdotes. Sin embargo, el culto católico continuó de manera soterrada: se oficiaba misa ante altares improvisados en el campo o en casas particulares donde también se mantenían las escuelas religiosas. No sólo se trató de trasladar el culto a espacios clandestinos, sino de repensar radicalmente la administración de los sacramentos. Debido a la falta de sacerdotes y de la estructura jerarquizada de la Iglesia, tocaba con frecuencia a los seglares, e incluso a veces a las mujeres laicas, dirigir las “misas blancas” y celebrar por cuenta propia los matrimonios, bautizos y comuniones. Estas innovaciones demuestran cómo, según ha señalado el historiador Matthew Butler, la persecución religiosa generó una crisis eclesial para la Iglesia mexicana, pero también abrió nuevas posibilidades para la participación religiosa popular.
La causa cristera fue promovida y coordinada por varias organizaciones católicas. La más prominente e influyente de ellas fue la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa (lndlr) fundada el 14 de marzo de 1925 con miembros representativos de distintas organizaciones católicas mexicanas, tales como la Asociación Católica de la Juventud Mexicana (acjm), los Caballeros de Colón y la Unión de Damas Católicas Mexicanas (udcm), , entre otras. En principio, la Liga encabezó la resistencia pacífica a la Ley Calles, respaldando una petición para que se revocara el decreto y promoviendo un boicot para ejercer presión económica sobre el gobierno. Cuando estos medios fracasaron, la Liga abandonó su campaña pacífica y declaró un levantamiento nacional. Aunque la Liga se había creado en la Ciudad de México (antes Distrito Federal), pronto amplió su presencia en las zonas centrales y occidentales del país y gozaba de una red de apoyo en el extranjero gracias a organizaciones como los Caballeros de Colón en los Estados Unidos y la Unión Internacional de Todos los Amigos (VITA-México) en Europa. Las mujeres católicas participaron de manera activa en el movimiento cristero. Por ejemplo, las socias de la Unión de Damas Católicas Mexicanas (udcm), asociación fundada en la Ciudad de México en 1912, difundieron propaganda, promovieron la enseñanza religiosa y establecieron redes eucarísticas clandestinas para sostener la práctica religiosa de manera soterrada. El activismo católico femenino tuvo también un fuerte componente rural durante el conflicto armado. Las Brigadas Femeninas San Juana de Arco, formadas en Guadalajara, Jalisco, en junio de 1927 arriesgaron su vida para proveer a los combatientes cristeros de armas, municiones y alimentos.
El conflicto armado se concentró en el centro y occidente del país, sobre todo en los estados de Jalisco, Michoacán, Colima, Zacatecas y Guanajuato. El número total de muertes ha sido objeto de debate entre los historiadores: algunos estiman un saldo de entre 70 mil y 90 mil fallecidos, mientras otros proponen una cifra más alta. La mayoría de los cristeros y sacerdotes que murieron en defensa de su fe durante la Guerra Cristera fueron considerados mártires y sus cultos se difundieron con rapidez por medio de fotografías y postales que funcionaban tanto como testimonios de la persecución estatal como imágenes devocionales. Uno de los mártires más recordados de la Cristiada es el sacerdote jesuita Miguel Agustín Pro, que fue fusilado en noviembre de 1927 sin previo juicio con otros tres miembros de la Liga (su hermano Humberto Pro, Luis Segura Vilchis y Juan Tirado Arias) tras haber sido acusado de intentar asesinar al general Álvaro Obregón. Al enfrentarse al pelotón de fusilamiento Pro alzó los brazos en forma de cruz, creando una de las imágenes más icónicas del conflicto armado. Pro, cuyo último gesto encarnó la resistencia pacífica, fue celebrado como mártir por la jerarquía eclesiástica mexicana y fue beatificado por el papa Juan Pablo II en 1986. Más contencioso fue el caso José de León Toral, un joven miembro de la acjm y de la Liga que asesinó a Obregón, entonces presidente electo, en el restaurante La Bombilla en el barrio de San Ángel en la Ciudad de México en julio de 1928. Tras un juicio polémico, Toral fue fusilado el 9 de febrero de 1929. Aunque la Iglesia católica de inmediato se desmarcó del asesinato, varios grupos católicos veneraron a Toral como mártir.
El 21 de junio de 1929, tres años después del estallido de la Guerra Cristera, se firmó un acuerdo entre el gobierno mexicano y representantes de la Iglesia mexicana que puso fin, al menos formalmente, al conflicto armado. Los principales negociadores fueron el presidente Emilio Portes Gil (1928-1930), Pascual Díaz y Barreto, secretario del Comité Episcopal, Leopoldo Ruiz y Flores, delegado apostólico de la Santa Sede, y el embajador estadunidense Dwight W. Morrow, quien participó como mediador. Aunque el pacto, conocido como “Los arreglos”, facilitó la reanudación del culto público suspendido desde 1926, el gobierno se negó a cambiar las leyes anticlericales que habían detonado el levantamiento. Los arreglos significaron una desilusión y una derrota humillante para los combatientes cristeros, que tuvieron que entregar sus armas, y causaron un gran desconcierto en el pueblo católico en general. Tanto este resentimiento como la introducción de reformas educativas durante la administración de Lázaro Cárdenas (1934-1940) hicieron renacer las tensiones entre el Estado y los católicos conservadores durante la década siguiente, desembocando en “La Segunda Cristiada” (1934-1938).