Fabiola Santiago Padilla*
—¿Y si nos subimos en una nube?
—¿Y a dónde vamos?
—A donde nos lleve el aire.
[Ana y Lola en Lola (María Novaro)]
Llegué al Distrito Federal (D.F.) a estudiar hace casi 15 años y la ciudad no me dejó otra opción que hundirme en ella. Caminé sus tianguis y calles; recorrí el Metro; me subí a “peseras” sin rumbo fijo y me perdí varias veces; bailé en sus fiestas; comí en sus puestos callejeros, fondas, restaurantes y mercados; viví sus sismos y bebí en sus bares. Mi flechazo fue casi inmediato, pero al inicio hice una observación que, aunque, lo juro, desprovista de juicio, a mis amigos chilangos no les agradó mucho: “la ciudad es de un color gris, como si las paredes estuvieran coloreadas por el smog”, les dije.
Por otro lado, me llamaba la atención una cierta idealización que los nacidos en el D.F. hacían de la playa. Me tomó un tiempo comprender esa relación ambivalente de los capitalinos con su lugar de origen, un orgullo nato que convive con el deseo constante de huir hacia el mar. Este anhelo de libertad no ha sido ajeno al cine. Es así como años antes del icónico viaje de Julio y Tenoch hacia Chacahua (Oaxaca) en Y tu mamá también (Alfonso Cuarón, 2001), fueron las mujeres protagonistas de las películas de María Novaro quienes dejaron atrás el gris de la ciudad para encontrarse en el cielo azul del puerto veracruzano.
Así como la tierra es de quien la trabaja, en el contexto capitalino el D.F. es de quien lo habita; por eso no hay uno, sino muchos D.F. (o Ciudad de México, en los tiempos actuales); algunos convergen y otros parecen no tocarse nunca. El D.F. de Lola (Leticia Huijara), protagonista de la cinta del mismo nombre, parece coincidir con el de Julia (María Rojo), la figura central de Danzón, en ser el punto de partida hacia un horizonte diferente, un punto de fuga incierto.
El de Lola (1989) es el D.F. posterior al terremoto del 85. Con edificios resquebrajados como escenario, la directora María Novaro nos presenta a un personaje a punto del derrumbe: una mujer joven que vende ropa en un tianguis llega a un momento de quiebre cuando el padre de su hija pequeña se va a Los Ángeles para construir una carrera en la música.
El rock urbano de los ochenta nos lleva de paseo por el mítico foro Rockotitlán para ser público de un número musical de la pareja de Lola, pero también es el soundtrack que acompaña a la devastación de la protagonista ante una anunciada e inevitable soledad. Novaro dibuja a una madre imperfecta y no por ello carente de amor, por el contrario, el cariño de Lola hacia Ana se nota en el pastel de cumpleaños que comen juntas, en los bailes compartidos, en la contención del enojo que la niña muestra una vez que el padre se ha ido e incluso en la decisión de apartarse un rato para reconstruirse.
Danzón (1991) parecería pertenecer a otro universo, pues nos recibe con boleros de otra época en la pista del Salón Colonia, en la colonia Obrera. En la primera secuencia la cámara sigue la cadencia de Lágrimas negras y pasea por pares de pies cubiertos de elegancia, de medias, de tacones y calzado lustrado. Con el ritmo propio de esta danza, en la que la sutileza es pieza clave para la seducción, la lente también se toma su tiempo para presentar de forma delicada a Julia bailando con Carmelo (Daniel Rergis).
Novaro nos lleva de la mano de una protagonista de mediana edad, nos conduce a un paseo por su cotidianidad como telefonista y como madre de una adolescente. Aunque se trata de un personaje más maduro en edad y carácter que Lola, el equilibrio de esta mujer también se ve fracturado cuando Carmelo desaparece y, con él, lo que Julia entiende como su motor y fuente de alegría: el baile. Con sólo un par de pistas sobre su paradero lo que sigue es un viaje en tren hacia Veracruz y varios encuentros que transforman su perspectiva.
La diferencia de edades y de ambientes sonoros no separan los universos de estas dos mujeres, pues las guionistas María y Beatriz Novaro las sitúan en un estrato particular del D.F., el de la clase trabajadora. Se trata, además, de mujeres y madres solteras. En Lola vemos a la protagonista vendiendo ropa en la calle, huyendo de redadas e intentando robar artículos de un supermercado; en Danzón podemos observar a las compañeras de trabajo de Julia vendiendo accesorios en la oficina para buscar otras fuentes de ingreso y a su hija comenzando a trabajar con ella y siendo advertida de los peligros del turno de noche.
En ambas cintas percibimos también la soledad de sus circunstancias. La frase “Sobre las solas” se lee en un camión de carga sobre la carretera a la vista de Lola, quien tiene como compañeros en el día a día a otro vendedor ambulante, interpretado por Roberto Sosa, y a una madre distante que se encarga de cuidar a su hija durante su ausencia. En Danzón, esta sensación de soledad se hace notar cuando Julia se percata de que sus amigas le ocultaban información sobre Carmelo o en un detalle tan simple como la hija haciendo un comentario hiriente sobre su aspecto físico. Las guionistas preparan el terreno para hacernos partícipes de una hostilidad, un hastío y una desolación que demandan una limpia de sal y arena. Esto puedo entenderlo bien: la última vez que quise escapar de todo hice una maleta y tomé una combi sin saber precisamente a dónde, ni cuántos días, ni cómo sostenerme ahí, sin tener nada más que la playa como destino y posible sosiego.
Veracruz es, entonces, una promesa más que un territorio. El verdor del puerto y el celeste del horizonte pintan un panorama menos agreste para las heroínas de estas historias, y las posibilidades comienzan a brotar. Esto se observa con especial claridad en Danzón: conforme Julia empieza su búsqueda va conociendo a nuevos personajes que enriquecen su mundo. Aunque en un inicio insiste en presentarse como una mujer recatada y carente de vida sexual (Carmelo es sólo su pareja de baile, repite), el puerto la invita a asumirse como una persona capaz de despertar deseo y, más importante, de experimentarlo. Los tonos azules de su vestuario en la primera mitad de la película dan paso a vestidos de un rojo vivo; estas tonalidades se repetirán constantemente en la cinta como parte de un cuidadoso diseño de producción que sirve también a la narrativa (y que pasa incluso al campo sonoro al escuchar los versos “Azul, como una ojera de mujer” en una escena).
“¿Tienes miedo de gustarle a los hombres?”, reta una amiga nueva a Julia, que en un inicio no se decide a usar lipstick rojo. Las guionistas siembran a Danzón de pequeños símbolos femeninos como ese labial, como el barco griego llamado Papanicolaou o como las menciones casuales a la menopausia y a la menstruación. Probar la temperatura de un biberón en el dorso de la mano o ayudarse con el cuidado de los hijos son otros gestos que denotan la complicidad entre mujeres. Julia va al puerto buscando a un hombre y encuentra nuevas compañeras, así como su deseo sexual, su sensualidad, su curiosidad ante la vida. El hombre es el pretexto, y el destino no es Veracruz sino ella misma.
La búsqueda es más incierta para Lola, pero obedece también a una intuición o un impulso. Aunque ella no inicia su recorrido en solitario sino con sus amigos comerciantes a bordo de un auto morado, el dolor del abandono la aísla en su propio desamparo. El encuentro personal llega cuando consigue reaccionar y ponerle alto a un abuso, cuando deja salir el llanto contenido mientras se mece en una hamaca y cuando es capaz de volver a ver destellos de belleza en una escena cotidiana a la orilla del mar.
Mientras una continúa extendiendo su estadía en el hotel y cambiando su boleto de regreso, otra lo expresa con claridad: “Yo por eso no voy a regresar. No tengo a qué”. Pero la distancia tiene la virtud de acomodar las emociones y devolverle su valor a los sitios en los que amamos. La distancia transforma a Julia y a Lola y, aunque el puerto les sigue ofreciendo su suavidad, ellas saben cuándo es hora de volver a casa.
Ahí sigue el caos del trabajo, los teléfonos por atender, las papitas esparcidas en la cama y la ropa por doblar, pero hay ahora una seguridad distinta que permite a una mujer sostenerle la mirada a su pareja al bailar, y a otra tomar a su hija en sus brazos y marcharse. Con las mismas calles y las mismas grietas posteriores al terremoto, con las mismas personas en los salones de baile, el D.F. parece ser igual, pero no es el mismo para las protagonistas, que regresan otras: más tranquilas, más seguras, menos solas.
Algo similar me pasa ahora, sigo viendo el gris en las paredes de la ciudad, pero también puedo apreciar la variedad de tonos que me ofrece cada que regreso a ella. También yo me fui en medio de una crisis; en palabras de un amigo, me veía frágil y endeble, como si me fuera a ir volando si alguien me soplaba. La distancia también me ha regalado un poco de alivio y sanación y, como Julia y Lola, suelo volver con colores diferentes al visitar los mismos sitios, ya con una óptica cambiada. Aunque las ganas de escapar a la opacidad sean una constante, la ciudad también nos revela sus ritmos y colores una vez que estamos dispuestos a verlos.
El D.F. es el sitio desde el que miramos hacia un horizonte infinito como punto de fuga, y el cine de María Novaro ayudó a configurarlo como ese escenario de ida y vuelta dentro del imaginario cinematográfico nacional; ahí están, por ejemplo, las amigas de Pacífico Norte (Valentina Sachetti) en una road movie rumbo a Mazatlán; Sofía (Marina de Tavira), la señora de la casa, y Cleo (Yalitza Aparicio), la empleada del hogar, con destino a Veracruz en Roma (Alfonso Cuarón, 2018); o una madre buscando reconstruir a su familia en Acapulco en Semana Santa (Alejandra Márquez Abella).
Lola vuelve y observa al horizonte con su hija desde la misma acera de siempre. “¿Y si nos subimos en una nube?”, pregunta Ana. Un paneo por el cielo obedece a las palabras de la niña, quien sugiere ir a donde las lleve el viento. Cargada de ternura y fuerza poética, la toma desemboca en una playa, en la que madre e hija se acompañan y comparten.
Sí, la Ciudad de México es ese borde del abismo que nos invita a saltar, salir y tomar un respiro, pero es también el hogar que nos recibe de regreso, más dueñas de nosotras después de haber sentido las olas del mar.
* Reportera y crítica de cine. Ha publicado en medios como Cine Premiere, Reforma, Código, LatAm Cinema y fue conductora del programa Vindictas por TV UNAM en su temporada dedicada al cine. Fue seleccionada para participar como crítica de cine en Berlinale Talents 2022 y actualmente coordina el sitio web Lumbre Cinema, enfocado en cine y perspectiva de género.
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