Lecumberri y sus alrededores en tres tiempos fílmicos

Eduardo de la Vega Alfaro*


Llegado un momento, la modernidad que no pocos historiadores y analistas políticos han asociado a la larga dictadura liberal porfiriana en México (1876-1911) requirió de darle un nuevo propósito formal al sistema carcelario hasta entonces imperante. En 1885, bajo la supervisión de los arquitectos Miguel Quintana, Antonio Torres Torija y Antonio M. Anza, los otrora terrenos propiedad de un español, de apellido Lecumberri, sirvieron para iniciar la complicada edificación de la nueva gran cárcel de la capital mexicana, espacio que en teoría iba a complementar, entre otras, a la prisión de Belén, para entonces convertida en signo de todo género de atrocidades. Con su sistema panóptico, supuesta garantía de la eficacia del vigilar y castigar porfirianos, “El Palacio Negro” de Lecumberri, hoy sede del Archivo General de la Nación, fue formalmente inaugurado el 29 de septiembre de 1900, es decir, todavía en el auge del gobierno encabezado por Porfirio Díaz Mori, quien debió sentirse orgulloso de que México ya tenía un centro penitenciario que aspiraba a estar a la altura de la afamada La Santé, fundada en París, Francia, en 1867, ciudad en la que, paradojas de la vida, el jefe del Poder Ejecutivo mexicano durante más de 30 años fallecería exiliado en 1915.

Un interesante y polémico testimonio cinematográfico de la última etapa del ejercicio de la ya para entonces denostada prisión puede encontrarse en Lecumberri. El Palacio Negro (1976), de Arturo Ripstein, cinta financiada por el Centro de Producción de Cortometraje de los Estudios Churubusco, cuya realización coincidió, no por casualidad, con la implementación de un nuevo sistema penitenciario, ahora bajo el membrete de Centros de Readaptación Social, que comenzaron a funcionar formalmente durante el gobierno de José López Portillo (1976-1982), primero en la Ciudad de México y luego en el resto del territorio nacional. Pero ya antes, la emblemática cárcel de Lecumberri había sido referente narrativo de varias películas como la muy exitosa Nosotros los pobres (Ismael Rodríguez, 1947) y de sus no pocas secuelas. Con el fin de ilustrar el tema concerniente a estas notas, comentemos tres documentales que hablan, así sea en segunda instancia, de dicho espacio penitenciario y de sus populosos alrededores, ello en momentos históricos muy precisos.

Realizado con patrocinio de Gobierno de México, Distrito Federal como parte de las conmemoraciones del Centenario del movimiento armado que, comandado por el coahuilense Francisco Ignacio Madero, hijo de ricos hacendados, derrocó a la añeja dictadura porfiriana, Madero muerto, memoria viva, de Juan Carlos Rulfo, trae al presente el contexto y las situaciones que permitieron que a su vez el mencionado revolucionario fuera derrocado en el transcurso del 10 al 17 del mes de febrero de 1913 (periodo conocido como la “Decena Trágica”), luego de haber ocupado brevemente la presidencia de la República, casi siempre asediado por diferentes fuerzas opositoras a su democrático y formal mandato. Si bien durante el prólogo y buena parte del relato el ahora llamado Centro Histórico de la Ciudad de México es el principal escenario, en el minuto 10 con 12 segundos comienza a hablarse de Lecumberri, en 1913, lugar en que se encontraba encarcelado Félix Díaz, sobrino de Porfirio Díaz, que el año anterior había encabezado una de las revueltas que pretendieron despojar a Madero del poder legalmente alcanzado. La orden de libertad para Félix Díaz fue dictada por Bernardo Reyes, otro de los alzados, militar experto y fiel expresión de la dictadura porfiriana, aunque en un primer momento, había pronunciado favorable al gobierno maderista.

Mediante el empleo de impresionantes fotos y restauradas imágenes fílmicas de archivo y sin dejar de aludir a los hechos históricos en diversos niveles (los entretelones del papel jugado por el cuerpo diplomático, referencias a la muerte de ciudadanos cuyo error fue estar en sitios donde ocurrían ráfagas de fuego cruzado, etc.), el filme de Rulfo elabora un relato suficientemente preciso, y aun didáctico, que con frecuencia contrasta los espacios en los que ocurrieron los hechos, hoy convertidos en sedes de instituciones o cotidianos cruces de calles céntricas. Pero hay más: la imagen actual del sitio donde estaba la casa de los Madero; quema de cadáveres en los campos de Balbuena, las crecientes intervenciones de Henry Lane Wilson, el embajador estadunidense y representante del gobierno de William H. Taft, quien tachó a Madero de “loco incapaz” y con ello pretendió influir en la opinión pública local; la negativa del presidente a renunciar ante las presiones del Senado previo a ser capturado por el traidor Aureliano Blanquet, en contubernio con Victoriano Huerta, el supuesto jefe de las fuerzas armadas maderistas, etc. Al final, eso se sabría después, el drama para Madero y su vicepresidente José María Pino Suárez concluye la noche del 22 de febrero en la parte trasera de Lecumberri donde ambos son vilmente asesinados; antes de ser trasladados a sus respectivas sepulturas, los cadáveres son resguardados en algún espacio del mismo penal que, como ya se apuntó, había albergado al ahora golpista Félix Díaz.

Poco más de medio siglo después de la Decena Trágica, concretamente en 1968, al menos unas zonas de la capital del país vuelven a ser hondamente convulsionadas. A finales de julio de 1968 estalla un movimiento estudiantil popular que formará parte de la “Revolución Cultural Mundial” ocurrida en ese año en ciudades como París, Praga, Buenos Aires, Los Ángeles, etcétera.

Formado en la Escuela de Cine de Checoslovaquia y realizador de los documentales Todos somos hermanos (1965-1966) y El periodista Turner (1967), obra partícipe del II Concurso de Cine Experimental, Óscar Menéndez será uno de los primeros en lanzarse a las calles de la Ciudad de México para levantar el registro de imágenes fílmicas de los principales acontecimientos de ese movimiento que, incluso menos radical que algunos de sus análogos, sobre todo exigirá algunos cambios democráticos frente a un régimen que tras el derrocamiento de Victoriano Huerta y la consolidación de un nuevo sistema político había hecho del autoritarismo, la corrupción y la plena hegemonía política sus principales características.

Mientras el movimiento alcanzaba sus mejores momentos, Menéndez logró concluir y difundir ¡Únete pueblo! (1968), una especie de proclama cinematográfica para contribuir a atraer militantes provenientes de otros sectores sociales. Esta cinta es uno de los puntos de partida para la elaboración de otro testimonio de mayores ambiciones: 2 de octubre. Aquí México (1970), de 55 minutos de duración que, hasta donde se sabe, pudo verse en algunos países de Europa a manera de denuncia de una serie de atrocidades ocurridas en el país que había organizado los XIX Juegos Olímpicos de la era moderna. La primera parte del filme alterna imágenes que dan a conocer la miseria urbana en la que habitan miles de personas con registros del movimiento estudiantil popular, incluidos impactantes instantes de la masacre del 2 de octubre de 1968. Con la ayuda de Antonio Castellanos, Mariano Sánchez Ventura, Armando Zayas y Rodolfo Sánchez Alvarado, la parte complementaria ofrece un testimonio de la situación padecida por algunos de los presos políticos recluidos en pésimas condiciones en la prisión de Lecumberri, lo que se logró filmar de manera clandestina en días de visita al tenebroso penal y con el discreto apoyo de los mismos reos. Eso da lugar a que, en algún punto, por ejemplo, la cámara parezca perder el control para evidenciar la desesperación de un reo, acaso agobiado por las terribles condiciones de un injusto y prolongado encierro. En las paredes de la crujía destinada para los líderes y militantes del movimiento del 68, que desde el punto de vista oficial fue parte de una conjura comunista en uno de los momentos climáticos de la “Guerra fría” entre los Estados Unidos y la Unión de la Repúblicas Socialistas Soviéticas, se resalta como gran proclama la palabra “Libertad”.

Se establece también un solidario retrato de aspectos de la vida cotidiana en el tristemente afamado penal y en un momento dado alcanza a distinguirse la figura del escritor José Revueltas, quien, inspirado en sus experiencias como reo en Lecumberri, concebirá una de sus novelas más estrujantes y revulsivas: El apando, llevada a la pantalla en 1975 bajo la dirección de Felipe Cazals, paradójicamente, con apoyo del sector oficial de la industria fílmica mexicana y que, igual que Lecumberri. El Palacio Negro, contribuyó a promover la necesidad de un nuevo relevo en el modelo penitenciario en México. En algunos momentos, a manera de contraste irónico, en 2 de octubre. Aquí México vemos imágenes de un circo callejero en una plaza ubicada justo frente al Palacio de Bellas Artes, uno de los más importantes recintos de la difusión de la cultura.

Plagada de errores y defectos técnicos de toda índole, además de portadora de un discurso demasiado temerario y no pocas veces esquemático dicho en la voz del entonces afamado locutor Sergio de Alba, la película de Menéndez posee el indudable mérito de plantearse como una de las mejores formas de la denuncia: la que toma todos los riesgos con tal de revelar buena parte de lo que se escondía tras los muros de una cárcel que ya para entonces se había convertido en símbolo de las aberraciones de un sistema sociopolítico al que le urgían cambios lo más rápido posible.

Poco más de 10 años después de ocurrido el movimiento estudiantil popular de 1968, el mismo Óscar Menéndez, uno de los cineastas mexicanos especializados en hacer cine documental, produjo y realizó Primer cuadro (1977), cinta que expone diversos aspectos de la vida cotidiana en la zona más antigua la Ciudad de México, principalmente en los barrios de Tepito (colindante con el añejo edificio de Lecumberri) y La Merced. Las imágenes se concatenan para tratar de dar un amplio panorama de esos lugares: integrantes de un grupo de música folclórica del Grito de Independencia la noche del 15 de septiembre. Miembros de la Peña Morelos discuten diversos problemas que atañen al barrio, entre los que destacan la represión constante y el abuso por parte de la policía. Una señora viuda, habitante del “Palacio Negro”, famosa vecindad tepitense, relata sus duras experiencias tras vivir por más de 30 años en esa zona. Niños que juegan una “cascarita” de futbol en una calle transitada por todo tipo de automóviles. Arsacio Vanegas Arroyo, nieto del impresor don Antonio Vanegas Arroyo, muestra la imprenta en la que su abuelo editó los célebres grabados de José Guadalupe Posada en la era porfiriana y evoca algunos momentos en los que le correspondió entrenar a los revolucionarios cubanos encabezados por Fidel Castro Ruz y Ernesto “Che” Guevara. Un “desfile de modas” callejero en La Merced preludia las entrevistas con algunos jóvenes que practican el boxeo en el gimnasio de los baños Gloria, donde se han formado varios campeones mundiales. Se celebra una jubilosa fiesta de los XV años de una adolescente en el patio de la desvencijada vecindad, etcétera.

Aunque no logra ni pretende profundizar en ninguno de los múltiples y variados temas que toca, Primer cuadro contiene algunos momentos notables, valiosos en sí mismos como testimonios de los rasgos distintivos de los habitantes de Tepito y sus condiciones de vida hacia finales de la década de los setenta. Igual que en algunos pasajes de 2 de octubre. Aquí México, la cámara de Menéndez se introduce en espacios marginales y transmite una sensación de agobio, por ejemplo, cuando registra con Up-shot el movimiento de los simbólicos tendederos de la vecindad cercana a Lecumberri. De igual forma, la larga secuencia que sorprende a un grupo de alcohólicos lumpenproletarios (despectivamente llamados “teporochos”), deriva en un cuadro dantesco sin parangón hasta entonces en la historia del cine documental mexicano. Al final, resulta evidente que hubiera sido mejor que la película se concentrara en la vida y avatares de Arsacio Vanegas Arroyo, figura que por lo visto atrajo más la atención del realizador, al grado que el discurso fílmico termina con una especie de proclama izquierdista en la que la mencionada persona expresa su absoluta confianza en que el pueblo mexicano transformará algún día las oprobiosas condiciones en que viven la mayoría de sus habitantes. Por desgracia, ese sincero deseo permanece sin cumplirse.

Para mal y para bien, Lecumberri y su área colindante no podía pasar inadvertido para el cine mexicano. Los anteriores casos apenas lo demuestran.



* Doctor en historia del cine por la Universidad Autónoma de Madrid. Es profesor investigador titular en el Departamento de Sociología de la Universidad de Guadalajara, donde imparte cátedra sobre temas de su especialidad a nivel de licenciatura y postgrado. Ha publicado crítica y ensayo acerca de diversos aspectos cinematográficos en periódicos, revistas y libros editados en México y el extranjero, e igualmente es autor o coautor de monografías acerca de la vida y obra de cineastas y actores mexicanos. Ha llevado a cabo tareas de difusión, entre las que destacan la organización de las 10 ediciones del Coloquio Nacional de Historia del Cine Regional y los trabajos de investigación para varios documentales sobre arte cinematográfico. Ganador del Premio Nacional de Crítica de Artes Plásticas Luis Cardoza y Aragón (1995) por su ensayo La pintura en el cine. Influencia de las artes plásticas en el proyecto inconcluso de ¡Que viva México!, asimismo es integrante del Sistema Nacional de Investigadores (Nivel III).

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