La ciudad, escenario plural de protesta

Norma Lorena Loeza Cortés*


Las ciudades son por definición espacios de diversidad, pluralidad y convivencia con lo diferente. Lo urbano fue ganándole terreno a lo rural de manera progresiva y constante hacia la segunda mitad del siglo xx, pero vivir en la ciudad no sólo implicaba cambio de domicilio. Lo urbano fue construyendo sus propios modos de vida, trabajo y convivencia. Pronto se separó espacial y culturalmente de lo rural, que se asociaba a lo “atrasado”, “inculto” y “folclórico”, y empezó a configurarse como el principal escenario territorial de la modernidad.

El que las personas migraran del campo a las ciudades obligó, paulatinamente, a que expresiones artísticas como el cine o la literatura se transformaran en testigos estéticos de otro tipo de historias vinculadas a las experiencias de las personas que habían migrado y ahora vivían en un ambiente urbano.

La comunión entre el cine y las historias de las ciudades parecía en realidad una combinación lógica y consecuente: al final, también el cine es producto de la modernidad y, por ello, quizás el medio más idóneo para construir la narrativa común y universal de lo que significa vivir en el ambiente urbano.

En ese tránsito las narrativas se diversificaron, se hicieron distintas y abarcaron nuevos temas y problemáticas. En México, las historias rurales gozaban de gran aceptación entre el público; no hay que olvidar que fueron uno de los primeros grandes éxitos de la llamada Época de Oro del cine mexicano. El melodrama rural encontró su contraparte en el urbano, pero también en otros géneros que daban cuenta de cómo era ser citadino en un país como el nuestro.

Así, la ciudad se convierte en tierra fértil para contar historias de un modo distinto y, con ello, consignar las contradicciones del pretendido tránsito a la modernidad y el progreso. El documental se convierte en un nuevo género vanguardista dentro de la producción nacional. Por su parte, específicamente en el caso del documental urbano, durante los años sesenta y setenta del siglo xx, éste encontraría un amplio campo de acción en la filmación de trabajos que tuvieran como escenario la ciudad y como temática la protesta.

En aquellos años, el género documental en México encontró en el movimiento estudiantil del 68 una gran oportunidad para narrar un enfrentamiento social fuera de las versiones oficiales que siempre trataron de encubrir la responsabilidad del gobierno en las terribles violaciones a los derechos humanos que en ese entonces sucedieron.

El 68 muestra de manera muy clara las dos caras de la moneda en cuanto a visión y narrativa documental de la época. Mientras los medios oficiales y el propio gobierno documentaban la apertura de México al mundo gracias a los Juegos Olímpicos a celebrarse en ese año, cineastas independientes con mínimos recursos e intimidados por la censura y las tácticas de represión se dieron a la tarea de contar, junto con sus cámaras, una realidad distinta sobre el México de entonces y sus terribles contradicciones.

Este cine, que podría llamase militante, se proponía oponer una mirada crítica al autoritarismo y a la vez convertirse en la contraparte de las versiones oficiales, desmentir el discurso del “desarrollo” y abrir un debate distinto acerca de la realidad mexicana.

Mientras Alberto Isaac filma la versión oficial financiada por el gobierno en el documental Olimpiada en México (A. Isaac, 1969), Leobardo López Arretche del Centro Universitario de Estudios Cinematográficos (cuec), filma El grito (L. López, 1968). Esta última cinta, hoy considerada de culto, nunca pudo en su momento presentarse en salas y se entendía como una suerte de documento histórico, antes que un trabajo cinematográfico.

En este mismo tenor se encuentra 2 de octubre. Aquí México (Ó. Menéndez, 1970) con interesantes diferencias e innovaciones en cuanto a la técnica y el estilo narrativo. Óscar Menéndez no sólo quería contar una historia sino brindar un testimonio en el que él también fue protagonista. Mediante una combinación de fotos fijas y de imágenes captadas con cámaras escondidas en la prisión de Lecumberri, el documental privilegia la versión de lo que vivieron los protagonistas de ese momento.

Menéndez muestra una mirada más íntima, una visión cercana donde, mediante la voz de un narrador, se acentúa lo que las imágenes tienen que decir en sí mismas. Un estilo que ya no le abandonaría en posteriores trabajos donde, además, dejaba en claro que el cine tiene propósito y que, como arma en contra de los abusos del poder, siempre es útil y valioso.

Todos estos trabajos resultan interesantes porque, con propósitos diametralmente opuestos, cada uno muestra una Ciudad de México distinta, evidenciando las contradicciones entre la versión oficial y la de las posiciones contestatarias.

Pero el movimiento del 68 no fue solamente un hecho de crisis aguda entre el gobierno y la comunidad estudiantil, también marcaría el tono de cómo sería la confrontación de los movimientos sociales frente al régimen durante la segunda mitad del siglo xx.

Los estudiantes universitarios, hasta antes del 68, se pensaban como una élite producto de la modernidad. La propia Ciudad Universitaria, en su diseño arquitectónico, se planeó y pensó como herramienta para transitar hacia un nuevo capítulo de desarrollo, orientado a beneficiar principalmente a las clases medias urbanas pero, a pesar de ello, estos jóvenes citadinos, educados cosmopolitas, considerados el futuro del México moderno, eran también los que demandaban igualdad, vigencia de derechos políticos y sociales y desarrollo para todos. Un agravio que las élites no perdonarían y por lo que la confrontación de estas dos visiones de país terminaría por replantear la vida pública en los años subsecuentes.

Es paradójico, por ejemplo, que mientras el estadio de Ciudad Universitaria es el bastión de la modernidad en el documental de Isaac, en los documentales de Menéndez y López Arretche las facultades se muestren como trincheras de una nueva revolución ideológica. Eso ilustra, de modo muy claro, la validez de contar con archivos fílmicos en momentos claves del devenir histórico.

Además, tratándose de la ciudad como escenario, los documentales también mostraban cinematográficamente esas dos miradas opuestas que evidenciaban lo alejados que estábamos de superar las diversas posturas que existían en relación con las ideas del desarrollo y el progreso. Esta confrontación de las diferentes facciones políticas con el poder duraría varios años. Y a la postre, también produjo historias de resistencia que encontraron en el documental una manera natural de ser narradas y compartidas.

La represión de los años venideros fortaleció la presencia de líderes de la izquierda que vivieron en carne propia, o sus familias, las terribles acciones de desaparición forzada, tortura, ejecuciones extrajudiciales y encarcelamiento. Tal es el caso de Rosario Ibarra de Piedra, una auténtica madre-coraje que dedicó su vida a saber el paradero de su hijo, activista en los años setenta, que fue desaparecido por el Ejército durante los años de la llamada Guerra Sucia.

El documental Rosario, dirigido por Shula Erenberg (2014), cuenta la historia de Rosario Ibarra, su incansable lucha, la fundación del colectivo Eureka de búsqueda de desaparecidos y su participación en la arena política como candidata a la presidencia. Aborda el espíritu de lucha de aquellos años posteriores al 68, aunque ahora ya no es necesario esconder cámaras o hacer el trabajo con miedo a la represión o la censura, sin embargo, sigue siendo un trabajo necesario para desmontar mitos y leyendas negras vinculadas a la izquierda mexicana.

La cinta también da cuenta de lo importante que fueron en su momento las protestas en las calles, la toma del espacio público que no pudo ser contenida con granaderos, tanques o activos militares. De aquellas luchas quedó la ciudad como escenario de la protesta, y no sólo en el cerrar avenidas, hacer marchas, plantones o bloqueos. Se transformó en las pintas y los antimonumentos que, hoy sabemos, forman parte de la deconstrucción de una gran ciudad que fue testigo de todos esos procesos.

Al final, Rosario Ibarra cuenta su historia frente a cámara y, con ella, el testimonio cumple el cometido de narrar, sin embargo, documentar en nuestros tiempos ha tomado otro cariz de denuncia diferente. Es lamentable comprobar que, al día de hoy, todavía hay madres buscando a sus hijos desparecidos y que, como Ibarra, también tienen miedo de que el tiempo no les alcance para conocer la verdad. Nuevas luchas y voces que siguen siendo material valioso para ser filmado y difundido para una nueva generación de realizadores.



* Es maestra en estudios latinoamericanos, licenciada en sociología y profesora de nivel preescolar. Actualmente es consultora en temas de género, política pública y derechos humanos. Participó en la publicación conjunta Femmes Fatales. 12 escritoras hablan de cine de terror, editado por el Festival Macabro y Editorial Samsara, y en Año Covid. Notas sobre el cine y la cultura en el año de la pandemia, publicación conjunta de Corre Cámara y Alphaville Cinema. Es colaboradora en Corre Cámara y Artes 9, publicaciones electrónicas de análisis cinematográfico, y columnista en La Silla Rota.

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